El atardecer caía sobre Madrid cuando Sebastián Blackwood atravesó el vestíbulo del Hotel Majestic con paso decidido. Su figura alta e imponente, enfundada en un traje gris marengo hecho a medida, captaba miradas a su paso. El conserje lo reconoció de inmediato y, con una inclinación respetuosa, le indicó el camino hacia el salón privado donde Danaé Montemayor lo esperaba.
Los pasos de Sebastián resonaban contra el mármol pulido del suelo, cada uno marcando un ritmo que parecía llevar el compás de su determinación. Las arañas de cristal que colgaban del techo proyectaban destellos dorados sobre las paredes forradas de seda damasco, pero él apenas registraba la opulencia que lo rodeaba. Su mente estaba centrada en una sola cosa: cerrar definitivamente un capítulo que llevaba demasiado tiempo abierto.
Sebastián llevaba en su bolsillo el estuche de terciopelo negro que contenía el reloj de bolsillo que ella le había regalado en su primer aniversario. La esfera estaba destrozada, las agu