Las puertas del ascensor se cerraron a sus espaldas, dejando a Sebastián del otro lado. Cassandra murmuró una disculpa inaudible, recogió el móvil y se apoyó contra la pared metálica, con el corazón latiéndole con tal fuerza en el pecho que parecía querer escapar. Inspiró hondo, intentando calmar el temblor de sus manos.
—Qué absurdo —pensó mientras el ascensor descendía—, que en este lugar donde por fin puedo ser yo misma tenga que esconderme de mi propio marido.
El acuerdo prenupcial que había firmado era una jaula dorada. Dentro había normas explícitas: debía