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El apartamento estaba en silencio cuando Cassandra comenzó a empacar. No el silencio pacífico de la madrugada, sino el tipo de quietud que precede a terremotos, cuando incluso los pájaros dejan de cantar porque sienten que algo fundamental está a punto de romperse.

Sebastián estaba de pie en el umbral de la habitación, observando cómo ella doblaba ropa con movimientos mecánicos. Su tablet colgaba inerte de una mano, como si incluso las palabras escritas hubieran perdido su poder.

—El jet de Richard sale en seis horas —dijo Cassandra sin mirarlo, concentrándose obsesivamente en plegar una blusa de seda que ya había doblado tres veces—. La ambulancia aérea trasladará a mi madre directamente. Los médicos dicen que es estable suficiente para el vuelo si lo hacemos ahora.

Escribió algo. Cassandra vio el movimiento periférico pero lo ignoró

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