El viento nocturno acariciaba el rostro de Cassandra mientras contemplaba las luces de Madrid desde el balcón de su habitación. Las palabras de Danaé resonaban en su mente como ecos venenosos que se negaban a desvanecerse: «Todo lo que crees que controlas es una ilusión», «solo eres un peón en su tablero», «pequeña sustituta de segunda categoría». Cada frase se había incrustado en su corazón como astillas de cristal, cortando más profundo con cada recuerdo.
Los documentos y fotografías que su hermana le había mostrado danzaban ante sus ojos cerrados: mensajes aparentemente íntimos de Sebastián, pruebas cuidadosamente fabricadas de un amor que nunca había existido para ella. El lunar en forma de luna entre los muslos de Sebastián que Danaé había mencionado con tanta familiaridad la perseguía especialmente. Era un detalle tan íntimo, tan personal, que solo alguien que hubiera compartido la cama con él podría conocerlo.
Su teléfono vibró, interrumpiendo sus pensamientos tortuosos. Era