La lluvia golpeaba con furia los ventanales del edificio de la compañía de biotecnología farmacéutica, y los surcos que se deslizaban por el cristal se parecían demasiado al nudo en el pecho de Cassandra. Sus ojos estaban fijos en los datos del informe de investigación, pero una y otra vez se desviaban hacia la esquina del escritorio, donde yacía un plan de colaboración con las esquinas arrugadas: el borrador del proyecto genético que ella e Iván habían pulido durante dos meses.
Desde aquella humillante cena con Richard Fontaine, tres semanas atrás, los “accidentes” en el trabajo no habían cesado: la Universidad de Barcelona suspendió de pronto la financiación del proyecto conjunto, un nuevo requisito de “preaprobación de la dirección” bloqueaba con precisión todos sus estudios independientes, e incluso la solicitud de reactivos del laboratorio sufría inexplicables retrasos. Cassandra apretaba el bolígrafo hasta que los nudillos se le volvían blancos. Sabía demasiado bien de quién er