Carolina estaba lista para dar su batalla sin saber que sus enemigos ya estaban organizando su siguiente movimiento. La propiedad donde se escondida Graciela en Lisboa, estaba rodeada por viñedos desolados y muros en ruinas. El silencio que reinaba allí contrastaba con la tormenta que se estaba formando en el interior. Graciela, situada junto a una ventana sucia, contemplaba el amanecer. Sostenía una copa de coñac en su mano, con una expresión impasible, aunque sus ojos reflejaban su preocupación.

Camilo Cienfuegos —o como muchos lo conocían: Jorge Benítez— paseaba de un lado a otro en el salón, revisaba documentos sobre una mesa llena de colillas de cigarrillo. Su rostro mostraba ojeras marcadas y su mandíbula estaba tensa.

—No podemos demorar más —masculló—. Elías me está pisando los talones. Siento que cada vez que respiro, hay alguien apuntando a mi nuca.

Graciela se volvió hacia él, con la copa aún en mano.

—Eso te pasa por haberla dejado viva —replicó—. Por esa estupidez, esta