Alexander Reed, director ejecutivo de Reeder Corp, siempre había sido un hombre decidido, guiado por sus propios principios y por una ética laboral que lo había llevado al éxito. Sin embargo, en el entramado de su vida personal, había una figura cuyo firme accionar y constante insistencia podía hacerlo tambalear: su abuela, Margaret Reed. Esta mujer, de gran influencia y carácter inquebrantable, poseía ideas muy definidas acerca de lo que consideraba beneficioso para la familia, y especialmente para Alexander, a quien veía como la encarnación de la tradición y la responsabilidad hereditaria.
Desde hacía algún tiempo, Margaret se había fijado en la cabeza que era hora de que Alexander se casara. A sus ojos, un nieto que dirigía una empresa en pleno auge no podía seguir sobreviviendo solo, sin haber encontrado a una compañera de vida que le ofreciera el apoyo emocional y la estabilidad que ella consideraba esenciales. Cada oportunidad que se presentaba, ella no perdía ocasión para recordarle su “falta de prioridad” en lo que respecta a una relación sentimental estable.
Una noche, mientras Alexander se hallaba en el salón familiar disfrutando, aparentemente, de un raro momento de tranquilidad con un vaso de whisky en la mano, pudo sentir que la calma era precaria. Aquel instante de sosiego se vio interrumpido con la llegada de Margaret, quien entró de forma imponente en la habitación. Con la mirada decidida y el paso seguro, se acercó sin rodeos.
— Alexander, tenemos que hablar —anunció, acomodándose en el sillón frente a él, en un gesto que dejaba entrever la seriedad de lo que estaba a punto de discutir.
Alexander levantó la vista, anticipando de inmediato el tema recurrente. Su rostro, marcado por la tensión y el cansancio acumulado, decía sin necesidad de palabras que ya había escuchado este sermón más de una vez.
— Abuela, si volvemos a tocar el tema de “mis prioridades”, te aseguro que estoy perfectamente concentrado en lo que realmente importa para mí —respondió con voz medida, intentando defender su individualidad y su independencia.
Margaret, sin ceder en su determinación, cruzó los brazos con una expresión severa que no dejaba lugar a dudas. Su tono era firme y casi maternal al mismo tiempo.
— ¿Lo que importa? Alexander, eres el jefe de una empresa increíble, pero estás solo. Lo que necesitas es una mujer a tu lado, alguien que te brinde estabilidad, apoyo y, sobre todo, que se convierta en esa compañera que te ayude a equilibrar la balanza entre el éxito profesional y la felicidad personal.
Con un suspiro cargado de una amarga resignación, Alexander dejó su vaso sobre la mesa, dispuesto a defender su propia visión de la vida.
— Abuela, soy perfectamente capaz de gestionar mi vida y dirigir mi empresa sin la necesidad de tener a alguien a mi lado. Mi éxito se debe a mi propia convicción y dedicación.
La voz de Margaret se volvió aún más enfática al negar con la cabeza, claramente irritada por la aparente falta de apertura de su nieto.
— No es una cuestión de capacidad, Alexander. Es una cuestión de responsabilidad. Eres un Reed, y los Reed siempre han formado familias sólidas. No puedes seguir perdiéndote en tu trabajo ni dejando que la soledad domine tu existencia. Además, ¿cómo puedes olvidarte de aquella noche, de aquella promesa hecha bajo una luz tenue?
Por un instante, Alexander vaciló al recordar la noche en cuestión: aquella velada en la que había compartido una experiencia tan íntima que, pese a sus intentos por enterrar el recuerdo, seguía latente en su mente. Con tono casi acusador, Margaret añadió:
— …y pensando en aquella joven de esa noche hace cinco años.
El rostro de Alexander se endureció y sus ojos se tornaron más intensos, como si quisiera ahogar en su interior la herida abierta por viejos recuerdos.
— Margaret, ya te he dicho que esa historia no te concierne. No se trata de ti ni de tu visión predeterminada de la felicidad.
Aunque la tensión era casi palpable en la sala, Margaret no retrocedió, sino que continuó con una voz firme y serena:
— Han pasado cinco años, Alexander. Ni siquiera sabes qué ha sido de ella, ni si aún guarda algo por ti. Es hora de pasar página y seguir adelante. No puedes quedarte anclado al pasado cuando tienes un futuro por construir.
Alexander apretó ligeramente los dientes, dejando entrever que sus sentimientos aún se debatían en lo profundo de su interior.
— Abuela, respeto tu opinión, pero no voy a descartar algo que, pese a todo, para mí tiene un gran significado.
Margaret exhaló un suspiro exasperado, casi como si la frustración la dominase por ver a su nieto aferrado a una promesa que ya parecía un eco lejano.
— Y mientras tanto, dejas pasar oportunidades irrepetibles. Hace poco conocí a una joven encantadora, elegante e inteligente. Estoy convencida de que ella sería hecha a la medida para ti.
Con una sonrisa amarga y resignada, Alexander negó con la cabeza:
— ¿Quieres que conozca a alguien que tú has elegido para mí? Abuela, tú sabes que yo no funciono de esa manera.
Aunque sus palabras mostraban firmeza, Margaret, aún frustrada, volvió a intentar persuadirlo con tono más suave y cercano:
— Alexander, lo hago por tu bien. No puedes seguir viviendo en el pasado si quieres encontrar la felicidad que te mereces.
En ese preciso instante, Alexander se levantó, tomando su vaso como si quisiese sellar aquella decisión de seguir su propio camino.
— No vivo en el pasado, Margaret. Vivo según mis propios principios, los mismos que me han contribuido a llegar donde estoy. Te pido que, al menos, respetes mi forma de ver la vida.
Con el corazón dolido pero decidido, Margaret lo observó partir. Sus ojos reflejaban una mezcla de frustración y tristeza, pues sentía en lo profundo que su amor y su experiencia parecían no ser suficientes para hacerlo cambiar.
Más tarde, en el refugio solitario de su oficina, Alexander se sentó frente a la ventana, dejando que las luces titilantes de la ciudad le sirvieran de contorno a sus pensamientos. Con la mente embargada por el recuerdo de aquella noche y de la promesa que había hecho a la misteriosa joven, murmuró para sí:
— ¿Dónde estás, mujer de una noche?
La incertidumbre y el remordimiento lo abrazaban, haciendo que cada destello de la ciudad le recordara lo efímera y a la vez decisiva que había sido aquella experiencia.
Al día siguiente, mientras Alexander intentaba concentrarse en una reunión importante de alto nivel con sus jefes de departamento, las palabras de su abuela seguían resonando en su cabeza. La insistencia de Margaret Reed, con toda su buena intención pero a la vez tan impositiva, le recordaba que, para ella, el bienestar familiar era innegociable. Ella no podía comprender que su obsesión por arreglar la vida amorosa de su nieto solo ensanchaba la brecha entre ambos.
A última hora de la tarde, mientras Alexander trabajaba en su oficina y repasaba informes cruciales, la presencia sorpresiva de Margaret irrumpió en su espacio de trabajo, como solía hacer sin previo aviso. Con cierto tono de reproche, Alexander levantó la vista de sus documentos, ligeramente irritado por la interrupción.
— Abuela, ¿en qué momento planeamos hablar de la importancia de tocar antes de entrar? —dijo, haciendo alusión a la costumbre que ella solía pasar por alto.
Marginada de cualquier oportunidad para justificar su irrupción, Margaret ignoró la queja y se acomodó de inmediato en el sillón que estaba frente a su escritorio.
— No seas ridículo, Alexander. Soy tu abuela, no tu empleada, y hay muchos asuntos que aún necesitamos discutir.
Alexander dejó a un lado su bolígrafo en señal de agotamiento y dijo:
— Margaret, si de nuevo se trata de organizar algo para mí, déjame recordarte que ya lo hablamos ayer.
— ¿Ayer? ¿De verdad crees que eso me desalentará? —replicó Margaret, cruzando los brazos con firmeza—. Alexander, te conozco mejor que nadie. Eres inteligente y decidido, pero también, sin duda, eres increíblemente terco.
Aunque Alexander, con todo el respeto que le tenía a su abuela, se sintió irritado, se incorporó lentamente en su asiento y replicó con tono moderado, pero seguro:
— No es terquedad, Margaret. Simplemente estoy en desacuerdo con la idea de que mi vida deba sentirse incompleta por no estar casado.
La mirada de Margaret se oscureció, reflejando una desilusión genuina. Con voz cargada de preocupación, dijo:
— ¿Crees que hago esto simplemente por diversión? Alexander, me preocupo por ti. Pasas tus días trabajando sin descanso y dirigiendo una empresa, y, sin embargo, te veo solo. Yo anhelo verte feliz y rodeado de una familia unida.
Alexander negó con la cabeza, su tono se volvió sereno y pausado, pero su decisión permanecía inamovible.
— Margaret, lo que tú deseas para mí es muy distinto de lo que yo quiero para mi propia vida. Aprecio tu preocupación, pero no voy a tomar decisiones trascendentales solo para cumplir con tus expectativas.
Con un movimiento brusco, Margaret se levantó y apoyó las manos sobre el escritorio como queriendo enfatizar su argumento.
— ¿Entonces prefieres aferrarte a una antigua promesa hecha a una mujer a quien no has visto en cinco años? Alexander, ¡abre bien los ojos! Esa mujer ya no está; quizá ni siquiera viva. No puedes poner tu existencia en pausa por un fantasma.
La voz de Alexander se llenó, por primera vez, de una nota de enojo que traspasaba toda resistencia.
— Basta, Margaret. No importa lo que pienses de esta situación; eso no te concierne. Tengo mis razones para mantener viva esa promesa, y no espero que las comprendas.
Sorprendida, Margaret retrocedió un poco, pero no se dio por vencida.
— Solo quiero lo mejor para ti, Alexander —dijo con suavidad, intentando suavizar su implacable rigor.
Alexander, mirándola fijamente con una mezcla de tristeza y determinación, respondió:
— Entonces confía en mí para saber qué es lo que realmente me hace feliz.
Con esas palabras, Margaret salió de la oficina, visiblemente afectada, pero sumida en profundas reflexiones sobre las intenciones de su nieto. Por su parte, Alexander se dirigió a la ventana, observando la ciudad a lo lejos, mientras sostenía en su mente el recuerdo de un colgante de jade guardado en uno de los cajones. En ese momento, el peso de la promesa se le hizo insoportable y, a la vez, vital para su identidad.
Más tarde, durante una reunión crucial con sus altos ejecutivos, Alexander intentaba concentrarse en números y estrategias, sin embargo, cada palabra de la conversación de la noche anterior vibraba en su mente. La insistencia de Margaret, aunque bien intencionada, parecía ser una barrera que lo alejaba de su propio camino. Esa dualidad entre el mundo de los negocios y los lazos familiares los dividía en su interior.
Al caer la tarde, mientras Alexander trabajaba en su oficina y repasaba informes financieros, Margaret irrumpió de nuevo, sin previo aviso, en aquellas circunstancias tan típicas de ella. Con cierta molestia, Alexander levantó la vista de sus documentos.
— Abuela, ¿cuándo discutiremos la importancia de tocar antes de entrar? —preguntó con cierto tono de fastidio.
Margaret, imperturbable, se acomodó en el sillón frente a él y replicó:
— No seas ridículo, Alexander. Soy tu abuela, no tu secretaria. Aún tenemos mucho por dialogar.
Alexander suspiró, dejando a un lado el estrés del día.
— Margaret, si de nuevo se trata de organizar algo para mí, ya te he dicho todo lo que necesitábamos hablar ayer.
Margaret, con voz firme y algo desafiante, comentó:
— ¿Ayer? ¿De verdad crees que eso me disuadirá? Alexander, te conozco mejor que nadie. Eres brillante y decidido, pero también eres increíblemente terco.
Aun cuando Alexander mostró respeto, se incorporó con una determinación creciente y dijo:
— No es terquedad, Margaret. Es solo que no concuerdo con la idea de que mi vida deba considerarse incompleta por no estar casado.
La abuela entrecerró los ojos, y en su rostro se reflejó una profunda decepción y preocupación maternal.
— ¿Acaso crees que todo lo que hago es por simple diversión? Me preocupa verte perderte en el trabajo día tras día, sin compañía. No es lo que deseo para ti.
Alexander, con voz serena pero firme, replicó:
— Margaret, lo que tú deseas para mí es distinto a lo que yo realmente anhelo para mi vida. Valoro tu preocupación, pero no voy a tomar decisiones trascendentales únicamente para satisfacer tus ideales.
Con un brusco movimiento, Margaret se levantó y apoyó las manos en el escritorio, como si quisiera marcar de forma definitiva su argumento.
— Entonces, ¿prefieres seguir aferrado a una antigua promesa, a una mujer que no has vuelto a ver en cinco años? Alexander, ¡abre los ojos! Esa mujer ya no forma parte de tu vida; quizá ni siquiera siga viva. No puedes poner en pausa tu existencia por un recuerdo fantasmal.
El rostro de Alexander se endureció, y en su voz se filtró, por primera vez, una rabia sincera:
— Basta, Margaret. Lo que pienses de esta situación no te compete. Tengo mis razones para mantener esa promesa, y no espero que las entiendas.
Con cierta sorpresa, Margaret retrocedió, pero su determinación se mantuvo firme.
— Solo quiero tu felicidad, Alexander —dijo suavemente, casi en un susurro cargado de afecto.
Alexander, con la mirada profunda y un destello de dolor en los ojos, afirmó:
— Entonces confía en mí cuando te diga que sé lo que me hace feliz.
Margaret abandonó la oficina, visiblemente contrariada, pero con la convicción de que, a pesar de los choques, su preocupación genuina debía contar. Mientras tanto, Alexander se apoyó en la ventana mirando la inmensidad de la ciudad. El recuerdo del colgante de jade, guardado como un símbolo de una promesa inquebrantable, se mezclaba con sus pensamientos, haciéndole sentir el peso de lo que había jurado nunca olvidar.