El día había sido agitado para Sophia y sus trillizos. Entre instalarse en la suntuosa mansión de los Reed y las miradas observadoras de Margaret, todo parecía demasiado intenso. Los niños, encantados con su nueva habitación, se habían quedado dormidos tras un torrente de emoción. Margaret, en su entusiasmo, había insistido en que Alexander y Sophia durmieran en la misma habitación, afirmando que era “natural” para una pareja casada.
Sophia no tuvo más remedio que ceder, consciente de que cualquier señal de resistencia podría despertar sospechas. Pero tan pronto como la puerta se cerró tras ella, el malestar se hizo presente.
La habitación era grandiosa, con sus candelabros brillantes, su cama con dosel cubierta de telas sedosas y sus muebles antiguos que exhalaban lujo. Sophia, todavía incómoda, se encontraba junto a la puerta, con las manos aferradas a su bolso. Alexander, por su parte, se quitaba el reloj y la chaqueta, dirigiéndose hacia una cómoda sin prestar demasiada atención a