Dorian estaba apoyado en el marco de la puerta del vestidor, los brazos cruzados y esa sonrisa que mezclaba encanto con provocación, el tipo de sonrisa que debería venir con advertencias y efectos secundarios.
— Este será tu nuevo uniforme cada vez que vengas a limpiar mi habitación — dijo, como quien anuncia el menú de la cena.
Dentro de la caja descansaba una pieza de lencería roja como un pecado bien cometido.
Encaje fino, transparencias atrevidas, liguero a juego y medias delicadamente dobladas, como si alguien hubiera planeado cada detalle con precisión quirúrgica.
— No voy a ser... tu esclava sexual — Francine gritó las primeras palabras y susurró las últimas.
— Entonces siéntate aquí y escribe tu carta de renuncia — respondió Dorian, sacando una hoja en blanco y una pluma del escritorio.
Francine se quedó quieta por un segundo, el pecho subiendo y bajando más rápido.
La rabia hervía... o quizá era otra cosa.
Porque mientras decía “no voy a hacerlo”, todo su cuerpo parecía decir