El ascensor seguía detenido, y el silencio entre nosotros era casi insoportable.
Richard seguía sosteniendo mi mentón, y su mirada se paseaba por mi rostro con una lentitud que me desarmó. Sus ojos se detuvieron en mi boca, y pude sentir cómo el aire se volvía espeso, cargado de algo que no sabía si era furia, deseo o ambas cosas.
Dio un paso más, lo suficiente para que su pecho rozara apenas el mío. Su respiración se mezcló con la mía, tibia, tentadora.
El perfume que siempre llevaba —ese aroma entre madera y algo amargo, inconfundible— me envolvió por completo, haciéndome olvidar dónde estaba, quién era o lo que debía hacer.
Su rostro descendió apenas. Mis labios se entreabrieron por instinto, anticipando el roce. Estábamos tan cerca que podía sentir el latido en su garganta, el movimiento apenas perceptible de su mandíbula cuando respiraba.
Por un segundo creí que iba a hacerlo.
Que iba a romper de una vez esa distancia que nos torturaba.
Que iba a perder el control igual que yo lo