Richard me miró con esa chispa pícara en los ojos que lograba desarmarme sin esfuerzo. Sus labios se curvaron en una sonrisa cargada de deseo.
—Entonces no lo haré —susurró, su voz grave vibrando contra mi piel mientras se apartaba apenas un paso.
El gesto me desconcertó, hasta que sus manos, firmes y seguras, se deslizaron hasta el nudo de mi albornoz. Con un movimiento lento, deliberado, lo desató. La tela se abrió y cayó por mis brazos, resbalando como agua hasta amontonarse a mis pies.
Me quedé totalmente desnuda frente a él, expuesta. Sentí el aire frío contra mi piel, un contraste abrumador con el calor ardiente de sus ojos recorriéndome entera.
Su mirada me recorrió sin pudor, y en ella no había solo lujuria, sino una adoración tan intensa que sentí el rubor subir hasta mis mejillas. Me miraba como si cada centímetro de mí fuera un milagro, como si el simple hecho de estar frente a él lo consumiera de deseo.
—Dios, Nora… —murmuró con voz áspera, casi quebrada—. ¿Cómo puedes ser