Me quedé inmóvil unos segundos, quizá minutos, intentando procesar cada palabra que acababa de escuchar. La idea de vivir con Richard… conmigo y con nuestro hijo… era absurda, aterradora y, de algún modo, imposible de digerir. ¿Cómo podía ser tan seguro de algo así? ¿Tan imponente y seguro en cada gesto, en cada palabra, mientras yo apenas lograba sostener mi propio equilibrio emocional?
Mi mente giraba sin cesar, dando vueltas a cada escenario imaginable: ¿qué pasaría si no me soportaba? ¿Si yo no soportaba estar bajo el mismo techo con él? Y, peor aún… ¿qué pasa si lo que decía era en serio? ¿Si realmente creía que podíamos intentar algo parecido a una vida juntos, aunque fuera por nuestro hijo? Sentí un nudo en la garganta. Su seguridad, su control absoluto… me intimidaban, y a la vez, me hacían cuestionar mi propia fuerza.
Me obligué a respirar hondo, intentando calmar la marea de pensamientos que me arrastraba. Porque no era solo miedo. Había algo más. Una mezcla de incredulidad