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Capítulo 5: Irritaciones y Billetes

 

El martes en la universidad fue un desfile de mal humor. Mis amigos no dejaban de quejarse por el "final abrupto" de nuestra escapada a París, y yo no podía concentrarme en las clases porque cada vez que miraba hacia la puerta, veía la sombra imperturbable de Liam Donovan. Lo odiaba. Odiaba que me hubiera arrastrado fuera de la boutique como a una niña pequeña, pero sobre todo, odiaba que su nombre —sin el "señorita" delante— siguiera resonando en mi cabeza como una canción prohibida.

Pasé las horas ignorándolo, lanzándole miradas gélidas que él recibía con la misma expresión con la que uno mira la lluvia: con resignación y desapego. Cuando finalmente regresamos a la mansión, estaba lista para encerrarme y no salir hasta que el mundo se acabara.

Al entrar en el gran salón, encontré a Dominic sentado en uno de los sofás de cuero, con una botella de whisky sobre la mesa y una caja de terciopelo negro frente a él.

—¡Pulga! Ven aquí —me llamó, haciéndome una seña con la mano.

Me acerqué, dejando que Liam se quedara a una distancia prudencial cerca de la entrada. Dominic me entregó la caja. Al abrirla, solté un suspiro. Era una gargantilla de esmeraldas que gritaba peligro y elegancia.

—Un regalo por no haber muerto anoche en el club —dijo con esa sonrisa torcida suya—. Y por aguantar al sargento aquí presente.

—Es hermosa, Dom. Al menos alguien en esta familia tiene buen gusto y corazón —dije, lanzando una pulla directa hacia Liam, quien ni siquiera parpadeó.

En ese momento, la puerta principal se abrió de golpe. Spencer entró como una tormenta de categoría cinco. Su corbata estaba ligeramente floja —un signo de crisis absoluta en su mundo— y su rostro, normalmente una máscara de hielo, estaba encendido por una furia contenida.

—¿Problemas en el paraíso corporativo? —se burló Dominic, sirviéndose más whisky—. ¿Bajaron las acciones o alguien se olvidó de almidonarte las camisas?

Spencer lanzó su maletín sobre una silla y se pasó una mano por el cabello, frustrado.

—Una mujer —soltó, y la palabra sonó como un insulto—. Una mujer rubia que cree que tiene el derecho de cuestionar mis contratos y decirme en mi propia cara que mis métodos son "éticamente cuestionables". Es un torbellino de arrogancia que no sabe cuándo cerrar la maldita boca.

Dominic y yo nos miramos. Una risa empezó a burbujear en mi pecho. Ver al gran Spencer Blackwood, el hombre que hace temblar a los banqueros suizos, fuera de sus casillas por una chica era el mejor entretenimiento de la semana.

—¿Alguien te dijo que no, Spencer? —me burlé, soltando una carcajada—. ¡Oh, por Dios! ¡Necesito conocerla! Debería darle una medalla. ¿Quién es?

—Nadie importante —gruñó él, aunque sus ojos decían lo contrario—. Solo una… arquitecta o consultora con delirios de grandeza. No deja de hablar, de opinar y de sonreír como si el mundo fuera un lugar brillante mientras intenta arruinar mis negociaciones. Es irritante. Extremadamente irritante.

—Te ha afectado más de lo que admites —añadió Dominic, riendo entre dientes—. El CEO de hielo se está derritiendo porque una rubia le gritó un par de verdades. Qué patético.

—¡Cállate, Dominic! —espetó Spencer, aunque no pudo evitar que un tic nervioso apareciera en su mandíbula.

Aproveché el momento de caos fraternal. Si Spencer estaba distraído con su "torbellino rubio" y Dominic estaba de buen humor con su whisky, era mi oportunidad.

—Bueno, ya que Spencer está teniendo una crisis de identidad y Dominic me ha regalado estas joyas, necesito estrenarlas —dije con mi voz más dulce—. Me voy al club. Necesito quemar París de mi sistema.

—Mia, no —empezó Spencer, recuperando su instinto protector.

—¡Oh, vamos! —fui hacia él y le saqué la cartera del bolsillo de la chaqueta antes de que pudiera reaccionar. Saqué un fajo de billetes y luego hice lo mismo con Dominic, que se limitó a reír—. Esto es por las molestias de tener a un guardaespaldas que no me deja ni comprarme un labial en paz.

Dominic levantó su vaso en señal de despedida.

—Cuídala, Donovan. Y si algún idiota se le acerca, ya sabes qué hacer.

Liam asintió una sola vez, una confirmación silenciosa y letal.

—Vámonos, sombra —dije, pasando por el lado de Liam y rozando su hombro con el mío a propósito—. Tenemos una noche larga por delante y pienso gastarme hasta el último centavo de mis hermanos en champán que no voy a compartir contigo.

Salí de la mansión con los bolsillos llenos y el ego renovado. La imagen de Spencer perdiendo los papeles por una desconocida me daba la energía suficiente para enfrentar otra noche de custodia. Pero mientras subía al coche y veía a Liam sentarse a mi lado, la irritación de Spencer no era lo único que ocupaba mi mente. La forma en que Liam me miraba a través del espejo retrovisor, con esa mezcla de deber y algo que se parecía sospechosamente a la posesividad, me hacía pensar que la verdadera tormenta no estaba en la oficina de Spencer, sino dentro de este vehículo blindado.

—¿Al club, señorita? —preguntó él, su voz vibrando en el espacio cerrado.

—Al club, Donovan. Y trata de no dormirte. Esta noche voy a ser muy, muy mala.

Él simplemente apretó el volante.

—Eso ya lo doy por sentado.

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