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Capítulo 4: El Cielo de los Blackwood

 

Amanecí con una idea fija: si no podía romper a Liam Donovan con disciplina, lo rompería con mi mundo. Quería que viera lo que significa ser un Blackwood de verdad, que se sintiera como un intruso en un universo donde las leyes de la física y las finanzas no se aplican.

Bajé al comedor, donde el aroma a café recién hecho y trufas llenaba el aire. Mis dos hermanos estaban allí, una imagen de contrastes. Spencer leía el Wall Street Journal en su tableta, con un traje gris marengo que costaba más que el coche de cualquier mortal. Dominic, con las mangas de la camisa arremangadas y una cicatriz nueva en el nudillo, devoraba un plato de fruta.

—Buenos días, familia —dije, deslizándome en mi silla con una sonrisa radiante.

—Te ves demasiado animada para ser lunes —comentó Dominic, lanzándome una mirada de soslayo—. ¿Qué quieres, pulga?

—Necesito efectivo. Mucho —fui directa al grano—. Tengo clases en la universidad a las diez, pero después... después necesito una terapia de compras intensiva para superar el trauma de anoche.

Dominic soltó una carcajada y, sin preguntar, sacó un fajo de billetes de su chaqueta y lo lanzó sobre la mesa. Spencer levantó la vista, ajustándose las gafas.

—¿Para qué exactamente? —preguntó Spencer con su tono seco de CEO—. Tienes tarjetas de crédito sin límite, Mia. Sacar esas cantidades de efectivo de las cuentas familiares requiere una justificación contable.

Dominic y yo compartimos una mirada. La misma mirada que compartíamos desde niños cuando Spencer se ponía "corporativo".

—Oh, Spencer —se burló Dominic—, deja de ser tan aburrido. La niña quiere jugar. Si no se gasta el dinero ella, me lo gastaré yo en munición y sobornos. Déjala vivir.

—Es una cuestión de orden —insistió Spencer, aunque ya estaba suspirando.

—Es una cuestión de que eres un viejo amargado —añadí con un guiño—. Anda, suelta el dinero. Prometo no comprar nada que no quepa en el jet.

Spencer rodó los ojos, pero sacó su chequera personal y garabateó una cifra con varios ceros. Me la entregó con una advertencia silenciosa. Me puse de pie, recogí el botín y salí al vestíbulo, donde Liam ya me esperaba, tan puntual e imperturbable como un reloj suizo.

—Buenos días, Donovan. Espero que tengas el pasaporte a mano.

Él no cambió la expresión.

—El coche está listo para la universidad, señorita.

—Oh, sí. Primero la educación. Luego... la diversión.

La mañana en la universidad fue un trámite. Me senté en la última fila de mi clase de Historia del Arte, ignorando por completo al profesor mientras enviaba mensajes a mi grupo de amigos. Liam se quedó fuera de la puerta del aula, un centinela que intimidaba a cualquier estudiante que intentara pasar a menos de dos metros de él.

Al salir, mis tres mejores amigos, encabezados por Julian —un chico cuyo único talento era gastar la fortuna de su padre en fiestas—, nos esperaban en el pasillo.

—¡Mia! —gritó Julian, rodeándome con el brazo—. Dime que el plan sigue en pie. Me muero de ganas de ver la nueva colección en la Avenue Montaigne.

—El plan siempre sigue en pie, Jules —dije, mirando de reojo a Liam, que se había tensado al ver a Julian tan cerca de mí—. Chicos, os presento a mi sombra, Liam. No le hagáis mucho caso, es sordo y mudo por contrato.

Mis amigos rieron. Liam no se inmutó, pero sus ojos azules se clavaron en la mano de Julian sobre mi hombro con una intensidad que habría hecho huir a un lobo.

—Señorita Blackwood —dijo Liam, su voz cortando las risas como un cuchillo—, el coche está en la zona de embarque privado. Si planea salir del país, tengo que verificar el protocolo de seguridad internacional.

—Verifica lo que quieras, Donovan —dije, caminando hacia la salida—. Nos vamos a París.

Dos horas después, estábamos a diez mil metros de altura en el jet privado de la familia. El interior era un oasis de cuero blanco, oro y champán del más caro. Julian y las chicas se reían, probando diferentes mezclas de cócteles y planeando en qué tiendas entraríamos primero.

En medio de todo ese exceso, Liam era una mancha negra. Se negó a sentarse en los sofás de lujo, prefiriendo quedarse de pie cerca de la cabina, observando a mis amigos con un desprecio mal disimulado.

—¿Por qué no bebes algo, Liam? —le ofrecí, acercándole una copa de Cristal—. Relájate. Estamos a salvo en el aire. Nadie va a dispararme a esta altura.

—El peligro no siempre viene de fuera, señorita —dijo, mirando significativamente a Julian, que estaba derramando champán sobre una alfombra de seda—. Y no bebo cuando estoy trabajando.

—Eres tan... aburrido —susurré, acercándome a él. El movimiento del avión me hizo tambalear y, por instinto, su mano se disparó para sujetarme por la cintura.

El contacto fue eléctrico. A través de la seda de mi blusa, sentí el calor de su palma y la fuerza de sus dedos. Fue un segundo, una chispa que prendió fuego a mi sangre. Él me soltó de inmediato, como si yo fuera un cable de alta tensión, y dio un paso atrás. Pero el daño estaba hecho. Mi respiración se había acelerado y mis mejillas ardían.

—Llegamos en treinta minutos —dijo, su voz más ronca de lo habitual—. Prepare sus cosas.

París nos recibió con una lluvia fina que hacía brillar las calles. El coche nos dejó en la puerta de la boutique insignia de Chanel. Entramos como un huracán. Los dependientes, que conocían mi rostro mejor que el de sus propias madres, empezaron a sacar botellas de champán y bandejas de macarons antes de que siquiera dijera una palabra.

—¡Quiero todo lo que sea rojo y de mi talla! —anuncié, dejándome caer en un sillón de terciopelo.

Durante las siguientes tres horas, convertí la tienda en mi patio de recreo. Mis amigos se probaban abrigos de piel y relojes, cargándolos a mi cuenta sin que yo pestañeara. Liam estaba allí, de pie junto a la puerta, ignorando las miradas coquetas de las clientas y la música ambiental. Parecía una estatua de granito en medio de un campo de nubes de algodón.

Me probé un vestido de encaje negro, casi transparente, que gritaba pecado. Salí del probador y me pavoneé frente a él.

—¿Qué te parece, Donovan? ¿Crees que esto me protegerá de los malos?

Él me recorrió con la mirada, de arriba abajo. Fue una inspección lenta, deliberada. Por un momento, su máscara de hierro se resquebrajó y vi un destello de deseo puro, crudo y hambriento. Sus pupilas se dilataron y su mandíbula se tensó tanto que pensé que se rompería.

—Es… inadecuado —respondió, su voz era un gruñido bajo.

—¿Inadecuado? —me acerqué a él, disfrutando de mi victoria—. ¿O es que te distrae demasiado?

—Señorita Blackwood, le sugiero que se vista. Tenemos que irnos. He detectado dos vehículos sospechosos dando vueltas a la manzana —dijo, recuperando el control de repente, su mirada volviendo a la calle.

—Siempre el profesional —bufé, dándome la vuelta—. No me iré hasta que Julian termine de elegir su reloj.

—Se va ahora —dijo Liam. No fue una sugerencia. Tomó mi brazo y, antes de que pudiera protestar, me sacó de la tienda.

—¡Suéltame! ¡Mis bolsas! ¡Mis amigos! —grité en medio de la acera de París.

—Sus amigos pueden cuidar de sí mismos. Usted es mi responsabilidad —me metió en el coche blindado con una eficiencia asombrosa—. A la pista de aterrizaje. Ahora —le ordenó al conductor.

—Te odio —le siseé, hundiéndome en el asiento de cuero—. Te odio con toda mi alma.

Él se sentó frente a mí, cerrando la puerta. El espacio en el coche era reducido, nuestras rodillas casi se tocaban. Liam se inclinó hacia delante, obligándome a mirarlo.

—Puede odiarme todo lo que quiera, Mia —dijo, y por primera vez usó mi nombre sin el "señorita"—. Pero mientras yo esté a cargo, no va a arriesgar su vida por un capricho en París. No me importa cuánto dinero tenga o a cuántos hombres haya doblegado. Conmigo, las reglas han cambiado.

Me quedé sin palabras. El silencio en el coche era pesado, cargado de una tensión que amenazaba con hacernos estallar a ambos. Lo miré a los ojos y, por primera vez, no vi a un empleado. Vi a un hombre que me veía tal cual era, y que no tenía miedo de enfrentarse a la tormenta que yo representaba.

El vuelo de regreso fue silencioso. Mis amigos, que llegaron en otro coche más tarde, estaban molestos, pero yo no podía dejar de mirar a Liam. Él se había mantenido firme en mi mundo de lujo y exceso, sin dejarse seducir ni un segundo.

La guerra estaba lejos de terminar, pero mientras cruzábamos el océano, me di cuenta de que mi plan de humillarlo había fallado de nuevo. Porque en lugar de hacerlo sentir pequeño, él me había hecho sentir... protegida. Y eso era mucho más aterrador que cualquier atentado.

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