La madrugada se filtraba apenas por las rendijas de la persiana, desdibujando la línea entre la noche y el alba. Julia, aún desnuda entre las sábanas revueltas, descansaba sobre el pecho tibio de Pablo. Su respiración acompasada era una melodía antigua, algo que su cuerpo reconocía sin haberlo vivido antes. Todo en esa escena parecía flotar, como si el tiempo se hubiera detenido en un parpadeo de eternidad.
Y en ese soplo de quietud, Julia se quedó dormida.
Fue un sueño, o quizás algo más.
El aire era azul profundo y espeso como un océano sin fondo. Ella se encontraba de pie en un balcón suspendido sobre un abismo de agua y estrellas. No había ciudad ni calles, solo un cielo nocturno que temblaba con una quietud sobrenatural. Entonces, lo imposible ocurrió.
Desde las profundidades del mar —un mar que no estaba bajo sus pies, sino en el cielo— comenzaron a emerger barcos. Uno tras otro, como si despertaran de siglos de silencio, ascendían lentamente, rotando sobre sí mismos, cargados d