Los días en Sicilia se convirtieron en una rutina extenuante. Desde el amanecer hasta que la noche caía, Leonardo, Charly, Alessa y los demás supervisaban la obra, revisaban cálculos, reorganizaban turnos y resolvían imprevistos.El sol castigaba la tierra seca y el polvo se les pegaba a la piel como una segunda capa. Alessa comenzaba a mostrar signos de agotamiento: sus ojos estaban opacos, sus movimientos más lentos, su cuerpo visiblemente más frágil.Charly lo notó primero.—Alessa, ¿por qué no regresas a Calabria? —sugirió, acercándose a ella mientras revisaban los planos—. Deberías descansar. No tienes que demostrarle nada a nadie.Leonardo, que escuchó la conversación, intervino de inmediato, su tono fue duro como el acero.—Si a ti no te importa estar lejos de tu esposa y tu futuro hijo, Charly, a mí sí. ¡Alessa se queda!Charly lo miró con una mezcla de incredulidad y enojo, pero se contuvo. Alessa, en silencio, comenzó a sentir un zumbido lejano en los oídos mientras su coraz
El amanecer no llegó de golpe; fue más bien un susurro tímido, un respiro tibio que se fue filtrando entre los postigos cerrados. La ciudad, aún somnolienta, parecía sostenerse sobre un hilo invisible de silencio, como si el mundo entero contuviera el aliento antes de despertar.A esa misma hora, a muchos kilómetros de allí, en el aeropuerto, Charly, Alessa, Leonardo y el resto del equipo abordaban el jet. El cansancio pesaba en sus cuerpos, marcando cada paso con una lentitud serena, pero la emoción los mantenía erguidos. Volvían a Calabria, la tierra que los había visto partir, y que ahora los recibiría de nuevo para una ocasión especial: el primer cumpleaños del pequeño Marco, el niño que en tan poco tiempo había tejido raíces profundas en el corazón de todos.La llegada a Calabria fue como entrar en un cuadro antiguo: el cielo, de un azul intenso, parecía pintado con pinceladas de eternidad; las colinas onduladas dormitaban bajo el sol, y el aire, saturado de olor a tierra húmeda
Los días posteriores al cumpleaños de Marco se deslizaron como un vino dulce sobre el alma: paseos por los olivares dorados, largas sobremesas entre risas y secretos al oído, caminatas junto al mar donde los atardeceres parecían promesas escritas en el cielo.Cada comida familiar era una celebración, una ceremonia de pequeños gestos: una copa levantada, una mirada cómplice, el sonido del pan rompiéndose en las manos y las carcajadas del niño que ya daba pasos por la mansión.Nicolás y Madison, saboreando cada instante como quien sabe que el tiempo tiene alas, compartieron miradas, juegos con Marco, conversaciones a la sombra de los cipreses... y silencios plenos, de esos que sólo nacen entre quienes han encontrado un hogar en otro corazón.Pero como todo lo bueno en este mundo fugaz, el momento de partir llegó. Había que volver a Nueva York, a los negocios que no esperaban, a la otra vida que seguía su curso con la implacabilidad de un reloj que nunca se detiene.La mañana de la despe
El paso de los días en Sicilia, aunque envuelto en trabajo y silencios, no logró mitigar las tormentas que cada uno llevaba dentro. Mientras en esa tierra antigua las vidas trataban de recomponerse, en la mansión, la vida seguía su curso incierto, bajo cielos que prometían tormenta.Aquella mañana, Isabella tomó su bolso con rapidez, mientras ajustaba el suéter diminuto de Marcos en sus pequeños hombros. Sofía, sonriente pero tensa, ya esperaba en la puerta con Carter, que se mantenía alerta como perro viejo que huele la desgracia venir.— ¿Listos? —preguntó Isabella, forzando una sonrisa, por esa sensación que le oprimía el pecho, esa que siempre sentía cuando alguien de la familia estaba en problemas.—recuérdenme llamar a los chicos cuando salgamos del hospital.Sofía asintió, ajustando la correa del portabebés.Carter abrió la puerta del auto con esa discreción que sólo los hombres entrenados para la guerra sabían manejar.Mientras el vehículo surcaba la carretera hacia el hospital
La tarde cayó como una lápida sobre la mansión Rossi. Isabella, en el despacho de Don Marcos, caminaba de un lado a otro como un animal enjaulado. Su rostro estaba demacrado, su ropa aun manchada de sangre, su alma completamente desgarrada.Chiara intentó acercarse, pero Isabella la apartó con un ademán tembloroso.—No... no me toquen —murmuró con voz rota—. No puedo... no puedo respirar...Se abrazó a sí misma, como si intentara contener el dolor que amenazaba con desbordarla.—¿Dónde estás, mi amor? —sollozaba, como una madre que siente que el mundo le arrebata a su criatura—. ¿Dónde te tienen? ¿Tienes frío? ¿Tienes miedo? ¡Dios mío!Don Marcos se acercó, lento, sus pasos pesados por la tristeza.Puso una mano temblorosa sobre el hombro de Isabella.—Lo vamos a traer de vuelta, te lo juro... —le prometió con voz quebrada.Pero Isabella lo miró, y en su mirada había un dolor tan hondo que parecía imposible de sanar.—¡No me jures nada! —rugió, apartándolo—. ¡Me juraron protegerlo y a
La mansión Rossi-Moretti parecía un mausoleo. El eco del llanto de Isabella todavía flotaba como un lamento entre sus muros.En una de las habitaciones, Chiara, con las manos temblorosas, tomó el teléfono y llamó a Charly. La línea tardó unos segundos en conectarse, y cuando su voz sonó, fue un susurro de angustia.—Charly... —sollozó—. Es... es el bebé. Lo secuestraron y hace un momento lo encontraron... muerto.Chiara termino de contarle todo y un silencio denso cruzó la línea.Charly contuvo el aire en los pulmones, sintiendo cómo una parte de él se quebraba también.—Arreglaré todo, Chiara —respondió con voz firme pero herida—. En la madrugada estaremos de regreso.Al colgar, Charly marcó de inmediato otro número: el de Nick Walton. Cuando Nick contestó, su voz sonaba adormilada, pero al oír las palabras de su amigo, se tensó como una cuerda.—Nick... Isabella te va a necesitar —dijo Charly, sin adornos—. El niño... fue secuestrado u no sobrevivió, Carter esta herido.Un rugido so
La noche cayo, sobre los rostros cansados, Don Marcos se levantó y le ordeno a todos que fueran a descansar, todos asintieron y uno a uno comenzó a retirarse el último en levantarse fue Francesco, en silencio siguió los pasos del abuelo.Cuando pasaron por la puerta principal de la habitación del pequeño, Francesco se detuvo por un momento hizo para girar la manilla pero la mano de Don Marcos se lo impidió. —Déjala, ahora no es el momento, si la presionas solo encontraras su peor versión. Dale tiempo.Francesco asintió, y continuo a la otra habitación, al entrar se dejó caer sobre la cama, como podía pasar de ser un hombre que hace unos días lo tenía todo, que era inmensamente feliz y ahora era un pobre cuerpo sin alma.Pronto llego la mañana, había trascurrido tres días desde el entierro y aun Isabella seguía encerrada en la habitación del pequeño aferrada a ese pequeño oso que tanto le gustaba.En la sala todos estaban reunidos, con las caras largas, todos habían recibido la misma r
El resonar de la lluvia golpeaba las ventanas de la mansión Rossi, creaba una sinfonía melancólica que se filtraba por cada rincón. Francesco, con la mirada perdida en el horizonte, recordaba las palabras de su abuelo Don Marco Rossi: «La vida es un laberinto, Francesco, y a veces, nos perdemos en las sombras».Esa noche, las sombras se cerraron aún más. El sonido de unos tacones resonó en el pasillo, interrumpiendo los pensamientos de Francesco. Elena entró en la habitación en compañía de Dimitri, su rostro estaba palidecido y sus ojos parecían perdidos e inundados por el llanto.—Elena, acabo de enterarme, —dijo Francesco con una expresión de tristeza y rabia. —Siento mucho lo de tus padres Elena, trabajaron para el abuelo y siempre fueron leales a la familia, no entiendo como sucedió. ¿Cómo estás?Elena apenas levantó la mirada. —Estoy totalmente sola, Francesco. La noticia fue como un golpe repentino, no sé qué haré sin mis padres, yo ni siquiera termine a la universidad, mi padre