El viento soplaba con fuerza esa mañana, sacudiendo las ramas del almendro como si la naturaleza también presintiera que algo estaba por estallar. La casa estaba en silencio. Camila dormía profundamente, exhausta. Roberto había salido para reunirse con el contacto de la fiscalía. Y Luciana… estaba en el estudio, releyendo la carta de Elena por décima vez.
Alexander la observaba desde la puerta, los brazos cruzados, el ceño fruncido.
—¿No has dormido nada, verdad?
Luciana negó con un leve movimiento.
—No puedo. Cada palabra de esta mujer me retumba en el pecho. Siento que está aquí… vigilando.
Él se acercó lentamente y la rodeó con sus brazos por la espalda. Luciana se dejó envolver, descansando la cabeza contra su pecho.
—Estás cargando con todo, Lu —murmuró Alexander—. Pero no tienes que hacerlo sola.
—No estoy sola —respondió ella, alzando la mirada para encontrarse con sus ojos—. Te tengo a ti. Y eso lo cambia todo.
Él le acarició el rostro con ternura. Los dedos le temblaban liger