Luciana releyó el nombre una y otra vez: Camila Duarte. Estaba al pie del manuscrito que acababan de recibir por correo, firmado con trazo firme, casi desafiante. El corazón le latía con violencia, pero no era miedo. Era traición. Era rabia. Era la sensación de que alguien había intentado borrar su historia y reescribirla con tinta ajena.
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Alexander cerró el sobre con la amenaza en la mano. La apretó con los dedos hasta deformarla. Luciana lo observaba desde el borde de la cama.
—Ya no es solo un juego de poder literario. Esto es personal.
—Siempre lo fue —respondió Luciana, sin moverse—. Desde el primer archivo. Desde el primer silencio comprado.
Alexander se acercó, el sobre ya arrugado.
—Tienes que salir de Ginebra. Hoy mismo. Yo puedo quedarme a enfrentar lo que venga. Pero no quiero que te conviertas en un objetivo.
Luciana lo miró con frialdad y firmeza.
—No me iré. No ahora. No después de haber llegado tan lejos. Si Camila cree que puede asustarme con un documento firmado