El sonido del teclado llenaba la biblioteca, constante, meticuloso, casi obsesivo. Alexander no se detenía ni un segundo, como si al hacerlo la historia pudiera escaparse de su mente antes de quedar plasmada en el papel.
Luciana lo observaba desde el umbral de la puerta. Había algo hipnótico en la manera en que escribía, en la forma en que sus dedos se movían con precisión sobre las teclas, en la intensidad con la que sus ojos recorrían cada línea que acababa de escribir.
Pero ella no podía ignorar lo más importante.
Él estaba escribiendo sobre ellos.
No con sus nombres reales. No con cada detalle exactamente como ocurrió. Pero la esencia estaba ahí, en cada palabra.
Luciana se aclaró la garganta, y Alexander se detuvo de inmediato. No porque quisiera, sino porque había aprendido a reconocer su presencia incluso antes de verla.
—Llevas todo el día escribiendo— dijo ella, cruzándose de brazos—. ¿Ni siquiera un descanso?
Alexander entrecerró los ojos, estudiándola con la misma intensida