El coche negro se adentró en un barrio industrial abandonado, lejos del bullicio familiar de la ciudad. Podía ver el óxido carcomiendo las estructuras metálicas de los edificios desolados, y el aire olía a polvo y olvido. Finalmente, con un último traqueteo, se detuvo frente a un almacén destartalado con las ventanas tapiadas como ojos ciegos. El chofer apagó el motor, el silencio repentino aún más ominoso que el rugido del motor. Con un gesto seco, me indicó que saliera. Sofía ya estaba fuera, la tenue luz del atardecer dibujando una sonrisa fría y triunfal en su rostro.
—Bienvenida, Clara. Espero que el viaje haya sido... instructivo y placentero.
El miedo era un nudo helado que estrangulaba mi garganta, pero la imagen de Andrés atado me dio una punzada desesperada de coraje.
—¿Dónde está Andrés? Dijiste que lo tenías. Quiero verlo. ¡Ahora!
Sofía soltó una carcajada que resonó en el silencio desolado, una burla cruel que me caló hasta los huesos.
—¡Ay, Clarita, Clarita! ¡Qué tiern