La limusina negra se detuvo suavemente frente a la imponente entrada del Grand Ballroom del Waldorf Astoria, donde una alfombra roja vibrante se extendía bajo el brillo de los focos y la expectación de los fotógrafos. Sentí un ligero nerviosismo al bajar del vehículo, consciente de la magnitud del evento y de la mirada curiosa de los presentes. A mi lado, Andrés lucía impecable en un esmoquin negro, su presencia irradiando elegancia y seguridad mientras ofrecía su brazo.
Había pasado varios días dudando sobre qué ponerme para esta gala. No era una ocasión habitual en mi nueva vida neoyorquina. Finalmente, me decidí por un vestido rojo carmesí que había encontrado en una pequeña boutique en Soho. Era un diseño sencillo pero sofisticado, de seda fluida que se ajustaba delicadamente a mi figura, con un escote sutil que dejaba al descubierto mis hombros y una falda larga que rozaba el suelo al caminar. El color, intenso y vibrante, era una declaración audaz, un contraste c