El rojo del vestido de Clara era un faro incandescente en la penumbra sofisticada del salón, atrayendo y repeliendo mi mirada al mismo tiempo. Verla allí, tan cerca y a la vez tan distante, con Andrés inclinado hacia ella como si compartieran un secreto inconfesable, era como si alguien me hubiera asestado un golpe seco en el pecho. La respiración se me atascó en la garganta y la copa en mi mano comenzó a temblar, las gotas de whisky amenazando con derramarse. ¿Qué demonios estaba pasando? ¿Por qué Clara estaba con mi hermano, después de todo lo que... después de todo?
Al cabo de unos segundos mis pies se movieron casi por inercia, sorteando la multitud de rostros sonrientes y conversaciones banales. Cada paso me acercaba a la verdad, una verdad que temía descubrir.
Al llegar a su círculo, la voz de Andrés flotaba en el aire, hablando de algo trivial, una anécdota que Clara escuchaba con una sonrisa que no alcanzaba sus ojos.
—Andrés —dije, mi voz sonando más grave y tensa de lo que