Capítulo 01

Aurora

El primer golpe de luz me atravesó los párpados como una aguja.

Me moví, o intenté hacerlo, y sentí algo suave, fresco, resbaladizo. Seda.

Abrí los ojos de golpe.

Por un instante no supe dónde estaba. La habitación era enorme, demasiado para ser mía. Paredes grises, cortinas espesas, una ventana inmensa que dejaba entrar el sol como si quisiera quemar los secretos de la noche. Todo olía a madera, a perfume masculino y a algo más… a piel.

Tragué saliva. Estaba envuelta en sábanas negras que me cubrían hasta el pecho.

Sábanas que no reconocía.

Y entonces lo noté.

Mi respiración se aceleró. La seda sobre mi piel desnuda me delató antes de que tuviera el valor de mirar debajo: nada. Ni ropa interior, ni vestido, ni rastros de mi dignidad, solo mi cuerpo cubierto por telas que no me pertenecían.

El sonido del agua llegó desde el fondo.

Una regadera. Encendida.

El golpe en el estómago fue inmediato.

No… no podía ser.

Me senté de golpe, apretando la sábana contra mi cuerpo, intentando recordar algo. Cualquier cosa.

La música del club, las risas, las copas… las manos que me sostuvieron…

La voz grave.

Sus ojos.

Oscuros, intensos, demasiado cerca.

Y luego… nada.

Un vacío.

El ruido del agua seguía, constante, como si me recordara que no estaba sola.

—Dios mío… —susurré, llevándome una mano al cabello. El moño ya no existía, solo un desastre de hebras que olían a perfume y a vino.

Me bajé de la cama despacio, con las piernas temblando. El suelo frío me devolvió un poco de cordura. Miré alrededor buscando mi vestido, mis tacones, cualquier cosa. Encontré el vestido rojo sobre una silla, arrugado, con una mancha oscura cerca del dobladillo. Lo recogí con torpeza, sintiendo la piel erizarse.

Cada paso hacia la puerta del baño me pareció eterno.

El vapor salía por la rendija, junto con una sombra alta detrás del cristal esmerilado. La silueta se movía despacio, segura, ajena a mi pánico.

No podía quedarme.

Ni un segundo más.

Me vestí a medias, sin pensar, temblando tanto que casi rompo el cierre. Me puse los tacones en la mano y busqué mi bolso, que apareció tirado junto a un sofá de cuero. Lo abrí: celular, cartera, una llave, un papel con una dirección que no recordaba haber escrito.

El sonido de la regadera se detuvo.

Mi corazón se detuvo con él.

—Mierda… —susurré, recogiendo mi chaqueta del suelo y corriendo hacia la puerta.

El pomo giró con dificultad. La abrí apenas un segundo antes de oír la voz grave detrás de mí.

—¿Te vas así? —preguntó.

No lo miré. No podía. Si lo hacía, temía recordar demasiado.

Solo empujé la puerta, salí al pasillo y la cerré sin volver la vista atrás.

El aire frío del edificio me golpeó el rostro. Afuera, el ruido del tráfico parecía venir de otro planeta. No sé cuánto caminé, ni en qué momento logré subirme a un taxi, ni cómo le di mi dirección al conductor. Solo sé que mis manos temblaban tanto que no podía sostener el teléfono.

Cuando por fin llegué a casa, el silencio me aplastó. Dejé caer el bolso en el suelo, me quité los tacones y me metí en la ducha como si el agua pudiera borrar lo que no recordaba.

Pero no lo hizo.

Por más que restregué mi piel, seguía sintiendo el perfume de alguien más.

Y la culpa.

Esa sí se pegó como una marca invisible.

El resto del día fue un borrón. No tenía hambre. No podía concentrarme en nada. Revisé mi celular mil veces, buscando algún mensaje, una pista, algo que me explicara lo ocurrido.

Nada.

Solo mensajes de mis amigas, riéndose de la noche anterior:

“Desapareciste, Aurie, ¿te fuiste con alguien?”

“Tu vestido fue el protagonista del club, todos te miraban 😏”

Apagué el teléfono. No podía responder eso.

No cuando ni yo misma tenía la respuesta.

A media tarde, el malestar empezó a crecer: una presión en el abdomen, una incomodidad física que me hizo pensar lo peor.

No sabía qué había pasado, pero el miedo ya se había instalado dentro de mí.

Pedí una cita urgente con mi ginecóloga. No era la primera vez que la veía, pero sí la primera en la que temblaba tanto al entrar en su consultorio.

—Aurora, cariño, ¿qué ocurre? —preguntó, mirándome por encima de las gafas.

Me mordí el labio, incapaz de encontrar las palabras.

—No lo recuerdo bien —dije al fin—. Anoche… salí. Bebí demasiado. Desperté en un lugar que no era mío… y… —tragué saliva— y creo que… que estuve con alguien.

Ella me miró con una mezcla de comprensión y gravedad.

—Está bien, tranquila. Vamos a revisarte y asegurarnos de que todo esté bien, ¿sí?

Asentí en silencio.

El sonido del guante al ponerse me hizo cerrar los ojos.

No quería estar ahí. No quería que nadie me tocara, ni siquiera por cuidado. Pero sabía que debía hacerlo.

Pasaron unos minutos. Su rostro cambió apenas, pero fue suficiente.

—Aurora —dijo con suavidad—, sí hubo actividad sexual reciente. No puedo decirte más sin pruebas, pero te dejaré unas pastillas para la inflamación y para prevenir infecciones.

Sentí que el suelo se abría bajo mis pies.

—¿Está todo… bien? —pregunté con la voz tan baja que apenas la escuché.

—Sí, estás bien. Solo descansa, hidrátate, y si recuerdas algo o notas algún síntoma, vuelve enseguida.

Salí del consultorio en automático, con el papel de la receta temblando entre mis dedos.

La ciudad seguía igual, indiferente.

Pero yo ya no.

Me detuve frente a una vitrina, mirando mi reflejo. El mismo rostro, el mismo cuerpo, pero la mirada… esa no era mía.

Había algo nuevo en mis ojos: miedo, tal vez. O algo peor… curiosidad.

Porque aunque no recordaba su rostro con claridad, sí recordaba el modo en que su presencia me había hecho sentir. Esa seguridad extraña. Esa forma de sostenerme.

Y eso, más que el olvido, fue lo que me asustó.

Guardé la receta en el bolso y caminé sin rumbo por las calles de Milán.

El sol comenzaba a caer y las luces se encendían una a una, igual que la noche anterior, como si todo se repitiera.

Solo que ahora, cada paso me dolía, cada sonido me recordaba que había un vacío en mi memoria… y alguien dentro de ese vacío.

Alguien con una voz grave, con manos firmes y perfume de pecado.

Alguien que, aunque no sabía su nombre, ya se había instalado dentro de mí como un secreto.

Esa noche, al volver a casa, tomé las pastillas, me acosté boca arriba y miré el techo.

El silencio era insoportable.

Cerré los ojos y, entre los huecos de mi mente, creí escuchar su voz.

“¿Te vas así?”

Y comprendí que aunque no recordara lo que pasó… mi cuerpo sí lo hacía.

Y eso era, sin duda, lo más peligroso de todo.

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