Valeria acababa de llegar al centro de rehabilitación para ver a su hermana. Verónica ya la estaba esperando. Sentada junto a una de las ventanas, con las manos entrelazadas sobre el regazo, la espalda recta y la mirada perdida hacia un jardín que seguramente ni estaba viendo. La luz tenue de la mañana le caía sobre el rostro, revelando una piel más limpia, pero unos ojos apagados. Aun así, se notaba que había mejorado físicamente. No tenía las ojeras profundas de antes, su cabello estaba recogido en una trenza y el temblor en sus manos ya no era tan visible.
Pero el alma… eso era otro cuento.
—Hola, Vero —saludó Valeria con una sonrisa suave, tomando asiento frente a ella.
—Hola —contestó la otra sin levantar la vista.
Se hizo un silencio breve. Valeria no sabía si era mejor empezar con alguna anécdota, con una broma, o ir directo al punto. Optó por lo más sencillo.
—¿Cómo estás? —la pregunta buscaba alentarla a hablar. A contar cualquier cosa.
Verónica ladeó la cabeza con lentitud.