—Señorita Muñoz —dijo el hombre, con voz pausada—, ¿sabe cuál es su mayor pecado?
«Y aquí empezamos», pensó la mujer con cierto fastidio.
—La desvergüenza —siguió diciendo con aquel tonito educado que comenzaba a crisparle los nervios—. No tiene reparo en meterse entre una mujer embarazada y su futuro esposo. Mire lo bajo que ha caído.
Valeria no respondió al instante. Apretó la servilleta con los dedos bajo la mesa, respiró profundo y le sostuvo la mirada.
—Enzo no va a casarse con su hija —dijo con plena seguridad. Una seguridad que hizo molestar al hombre.
Javier rió por lo bajo, pero no había diversión en su rostro, sino furia.
—Lo hará. Lo quiera… o no —sentenció como si tuviera el poder sobre todo y todos—. No se trata de amor, señorita. Se trata de apellido, de legado, de negocios. Y créame, no hay mejor socio que un yerno que sabe obedecer.
Por un segundo, Valeria sintió un frío en la boca del estómago, pero recordó que Enzo no era precisamente un hombre que se dejara d