Damian
La plaza de la manada me esperaba como el ojo de una tormenta: circular, empedrada, con las marcas del tiempo y las patas hundidas de mil encuentros. A primera hora, aquel hueco en el centro del pueblo era mercado y risas; ahora, bajo la luna que todavía se retiraba, la piedra nos aguardaba, atenta, expectante, como si deseara beber sangre.
La multitud formaba un anillo: guerreros resguardando, madres, hombres y mujeres, ancianos, gente de todas las edades que sostenían la respiración como si fueran uno solo. Más allá, las antorchas arrojaban sombras largas; entre ellas se distinguían las túnicas negras de los consejeros que, rígidos, estaban en primera fila sentados como jueces de muerte. Esto sería un show para ellos, un espectáculo frente a todos. “La manada decidirá” había dicho mi padre, cinco años antes en el castillo del rey. Y así sería.
Me moví con calma, preparado. Nora tenía razón: este era el momento y este era mi rol. Tenía que ganar, reclamar lo que era mío. Mi in