El sonido de las llaves girando en la cerradura fue tan nítido, tan inesperado, que me hizo dar un respingo. El llanto se me atoró en la garganta, convirtiéndose en un jadeo ahogado. Me incorporé sobre la cama, con el corazón martilleándome contra las costillas, y me froté los ojos con el dorso de la mano, intentando borrar sin éxito el rastro de las lágrimas.
La puerta se abrió con un suave crujido. Y ahí estaba él.
Xander.
Se detuvo en el umbral, con la silueta recortada contra la luz tenue del pasillo. Su expresión, que normalmente era una máscara de control impenetrable, se descompuso en el instante en que sus ojos se encontraron con los míos. Vi cómo la sorpresa daba paso a una alarma inmediata, una preocupación tan cruda y visible que me desarmó por completo.
— Ivy… — Su voz fue apenas un susurro. Dejó caer las llaves y su maletín al suelo sin cuidado y cruzó la distancia que nos separaba en dos zancadas.
— ¿Qué ha pasado? — Se arrodilló frente a mí, sus manos se cernieron en el