Estuve llorando hasta que sentí que me quedaba sin lágrimas. El llanto era incontrolable, espeso como barro, denso como el miedo. No sabía en qué momento había empezado exactamente, pero sí recordaba la sensación de vacío que me había impulsado a dejarme caer sobre la cama, a acurrucarme con las rodillas al pecho, a buscar refugio en una oscuridad que no ofrecía consuelo. El cuerpo me temblaba, las manos se aferraban a la sábana como si de ella dependiera no caer más hondo.
Los pensamientos eran un enjambre. Rápidos, filosos, punzantes. Me dolía el cuerpo, los ojos, el pecho. Me dolía la incertidumbre, la imposibilidad de saber si todo lo que estaba pasando era una pesadilla o un giro irreversible en mi vida. Cada respiración se sentía como una batalla. Me preguntaba una y otra vez cómo habíamos llegado hasta este punto.
Cuando el teléfono vibró de nuevo, apenas tuve fuerzas para abrir los ojos. Miré la pantalla por encima de las pestañas empapadas. Era Adrián. Mi estómago se encogió.