La miré, y por primera vez en mucho tiempo, no supe qué decir. El eco de mis propias palabras “Porque tú no le perteneces a él” todavía flotaba en el aire, cargado de una posesividad cruda y primitiva que ni yo mismo sabía cómo justificar. Su rostro era un lienzo de agotamiento, rabia y una vulnerabilidad tan profunda que me sentí como un intruso observando algo sagrado y roto.
Pensar que estaba llorando por él. Por Adrian. La idea era una brasa ardiente en mi estómago. Verla así, deshecha, y saber que la causa era ese hombre que la miraba con una devoción de perro faldero, desató algo en mí. Un instinto territorial que sobrepasó la lógica. Quería romper algo. Quería encontrar a Adrian y recordarle cuál era su lugar: muy lejos de ella.
Pero entonces la vi temblar. No de furia, sino de puro agotamiento. La vi abrazarse a sí misma, como si intentara mantener unidos los pedazos. Y la ira se disolvió, dejando en su lugar algo más pesado, más incómodo: la culpa. Yo estaba empeorando las c