EMILIA
No sabía qué pensar respecto a que me encontraba encerrada en una oficina vacía con uno de los amigos más cercanos de mi esposo. Deducía que era su mejor amigo porque había pasado con él la noche de bodas.
El silencio de la oficina vacía era distinto al del pasillo. Aquí, el aire pesaba. Las paredes parecían guardar secretos viejos, polvo y memorias que no les pertenecían. El lugar tenía ese olor a madera reseca y encierro, olvido, a algo que alguna vez fue importante.
Adam estaba frente a mí, su cuerpo bloqueando la puerta, sus manos aún apoyadas a cada lado de mi cabeza. Estaba tan cerca que podía sentir el calor de su piel sin que me tocara. Su respiración era tranquila, pero sus ojos. . . Sus ojos decían otra cosa que no podía descifrar. No era deseo, como lo fue años atrás. No exactamente. Era esa mezcla tensa entre la nostalgia y la necesidad de respuestas.
— ¿Brandon sabe de lo nuestro? —Repitió, y su voz ya no era un susurro, era un disparo disfrazado de cortesía.
Trag