EMILIA
Dimos vueltas por la habitación porque el nerviosismo de mi marido era bastante evidente. No paraba en dar círculos a manera de tranquilizarse.
Era una fortuna que el personal de la casa estuvieran en sus habitaciones o en las áreas de limpieza, porque esta discusión era privada y seguíamos en el vestíbulo.
Dejé la copa de vino, que temblaba entre mis dedos, sobre la mesita de centro, pues la desesperación sorda que me estaba consumiendo por dentro no me dejaba mantener el equilibrio. Brandon me miraba con los ojos cargados de cosas que no decía. Y eso, en lugar de acercarnos, levantaba un muro invisible entre nosotros.
— ¿Qué es lo que te detiene, Brandon? —Pregunté.
Él desvió la mirada. Su mandíbula se tensó con esa fuerza contenida que ya conocía demasiado bien. Sus dedos tamborileaban sobre la mesa como si buscaran aferrarse a algo más que al silencio. Como si las palabras fueran un volcán a punto de estallar, pero aún intentara contener la lava con las manos.
— Saber