La sala de recuperación del hospital de Miami era un refugio de sombras, donde la luz pálida se filtraba por las persianas, danzando sobre las paredes blancas. El aroma a antiséptico se mezclaba con el zumbido quedo de los monitores, un recordatorio constante de la fragilidad de la vida. Valeria Cruz yacía en la cama, su cuerpo agotado tras la cesárea de urgencia, las suturas bajo la gasa como un mapa de su lucha por traer al mundo a sus mellizos: un niño y una niña, ahora acunados en incubadoras cercanas. Sus rostros diminutos, apenas iluminados, eran como faros en la tormenta que azotaba su corazón. Recordaba las noches en Puerto Rico, la risa de Diego, suave como una caricia, llenaba los silencios, y sus ojos avellana la miraban como si fuera el único farol en su mundo. Cada palabra, cada roce, era una promesa de un futuro que nunca llegó. Ella dio a luz a sus hijos, algo que él tal vez ignoraría toda la vida. Su tarea era mantener vivo el amor en ellos, protegiéndolos ante todo.
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