El sol de San Juan se derramaba sobre el apartamento de Ana, filtrándose por cortinas de seda y bañando la sala en un resplandor que no lograba calentar el vacío en el pecho de Diego Rivera. Sentado en un sillón de terciopelo, sostenía a Mateo, su hijo de dos meses, cuyo calor frágil lo anclaba a una realidad que se le escapaba. Los ojos del pequeño, oscuros y profundos, lo miraban con una pureza que lo desarmaba, pero una sombra persistente lo atormentaba: ese niño, bautizado Mateo por sugerencia de Luis Morales a Ana , no llenaba totalmente el pecho de Diego, sintiéndose culpable por no amarlo plenamente.
Carmen, estaba junto a la puerta, su figura envuelta en un vestido beige, el cabello plateado impecable. Sus ojos, espejos de los de Diego, brillaban con una mezcla de súplica y acero.
—Diego, este niño necesita un padre presente, no un hombre que vive en fantasías. Ana está sola, criando a tu hijo. ¿Cuánto tiempo más vas a ignorar lo que tienes frente a ti?
Diego acarició la meji