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Capítulo 24: Sombras en la cuna

El crepúsculo se deslizaba sobre San Juan como un manto de ámbar, tiñendo las calles con un resplandor que susurraba promesas quebradas. Diego Rivera avanzaba con pasos firmes, pero su corazón era un torbellino. En su mano, apretada como un talismán, llevaba la fotografía de Valeria: sus ojos almendrados lo miraban desde el papel, un faro en la tormenta de su alma. No sabía dónde estaba, solo que se había desvanecido, esfumándose como un sueño al alba. Había jurado encontrarla, arrancarla de las sombras que la habían engullido, y cada día sin ella era un filo que se hundía más hondo en su pecho.

Antes de dar el siguiente paso, Diego decidió visitar a Clara y Pablo. La casa de Clara, en un rincón sereno de Río Piedras, siempre había sido un refugio de risas y aromas de café recién colado. Pero esa tarde, un silencio espectral lo recibió. Las cortinas estaban corridas, la puerta cerrada con un candado carcomido por el óxido. Golpeó con fuerza, primero con esperanza, luego con angustia.
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