Ana Vega paseaba de un lado a otro en la suite presidencial de un lujoso hotel en el corazón de Miami, con el teléfono apretado contra su oreja. Su rostro, normalmente sereno y calculador, estaba ahora desencajado por una mezcla de furia y pánico. Mateo, su hijo de cuatro años, jugaba en la alfombra de felpa con un camión de juguete, ajeno al torbellino emocional que consumía a su madre.
—Señora Vega, le repito: el doctor Rivera ha solicitado formalmente una prueba de paternidad para Mateo —explicaba la voz firme pero pausada de su abogado principal al otro lado de la línea—. Lo está haciendo de buena fe, proponiendo tres laboratorios independientes con muestras anónimas y seguras. Si no accede voluntariamente, ha dejado claro que lo exigirá en un juicio. Esto podría complicar su demanda por custodia exclusiva y manutención.
Ana sintió que el suelo de mármol del hotel se desvanecía bajo sus pies. Su mano tembló, y el teléfono estuvo a punto de resbalarse de sus dedos. "¿Prueba de pate