96. VERÓNICA PERDÓNAME.

El rugido de las llamas creció a espaldas de Dominico. El sol de media tarde proyectaba siluetas alargadas de humo.

Dominico se encontró con las camionetas que lo seguían, las había dejado muy atrás. Todas dieron vuelta en el segundo que Dominico los pasó.

Verónica apenas podía sostenerse. Más de treinta horas sin comida ni agua habían agotado sus reservas.

Llevaba a su hijo, Dom, acunado contra el pecho. A pesar de todo, lo había amamantado.

Dominico, con el fusil colgando y el brazo cubierto de hollín, la ayudó a llegar a la carretera.

—Ya casi llegamos, Verónica —murmuró él, con la voz áspera.

Verónica respondió. No por debilidad física.

Lo miró. Su traje táctico de asalto, las armas, la furia glacial en sus ojos.

Dominico Callahan. No Antoni Mash.

—¿Callahan? —preguntó Verónica, la voz un hilo roto.

Él se tensó, sin dejar de mirar la carretera. El coche blindado esperaba cerca, entre los árboles.

—Verónica, por favor. No ahora.

—¿Dominico Callahan? —repitió ella, el nombre sonand
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