La traición del prometido.

 

—¡¡¡Rayos!!! ¡La fórmula falló! —exclamó Scarlet Simón, con una furia que hizo eco en las paredes solitarias del laboratorio.

Tiró la cabeza hacia atrás con desesperación, como si invocara a los dioses de la ciencia para que descendieran a ayudarla de una vez por todas.

Tenía el ceño fruncido, el rostro encendido y los ojos rojos como tomates a punto de estallar.

Tomó un sorbo de café frío, y una gota le resbaló por la barbilla. Se quedó inmóvil, con los dedos agarrotados sobre la mesa de acero inoxidable. Pero, de repente, el peso del agotamiento la empujó a un trance donde no estaba dormida ni despierta.

Y de pronto… se hallaba sobre un balcón de cristal, en el último piso de un edificio tan alto que parecía arañar el cielo.

El viento nocturno le erizaba la piel expuesta, mientras el camisón rojo de seda se pegaba como una segunda piel a su cuerpo. Se aferraba al barandal de metal pulido, con la mirada clavada en las estrellas.

Entonces, un cuerpo masculino, alto y firme, se pegó a su espalda y la envolvió con una calma posesiva, con una determinación que no aceptaba un “no”.

El aroma del hombre que tenía aprisionada su cadera era una mezcla entre cuero, sándalo y algo puramente masculino que se coló por su nariz y le nubló el juicio.

Los dedos largos, y delicadamente autoritarios, empezaron a explorar su piel desnuda.

La acariciaban como si la conocieran de otra vida. Como si supieran exactamente dónde presionar para obligarla a cerrar los ojos, a gemir sin pudor y a morderse el labio inferior hasta sentir el sabor metálico de su propia sangre.

No podía ver su rostro; únicamente lo sentía, lo obedecía y ardía bajo su tacto.

«¿Quién eres?», quiso preguntar, pero sus labios apenas lograban contener los suspiros que se escapaban de su garganta.

Y justo cuando estaba por rendirse del todo, parpadeó, volviendo abruptamente a la realidad…

—¿¡Pero qué demonios…!? —gritó Scarlet, jadeando, mientras se daba una bofetada que resonó como un latigazo en el silencio del laboratorio.

Su respiración era agitada, como si realmente acabara de ser tocada.

Temblando, se miró las manos, como si esperara verlas marcadas por aquel encuentro irreal.

—Solo vi... su tatuaje —susurró, llevándose los dedos a los labios y al lugar de su cuello donde los labios de aquel hombre se habían posado.

Un tatuaje en el dorso de su mano izquierda. Eso fue lo único que su mente logró atrapar antes de despertar.

Bajó la mirada a la fórmula que, por tercera vez en la noche, había terminado en un desastre viscoso, hecho sopa sobre la bandeja.

Se dejó caer en la silla giratoria, agotada, mientras el zumbido del refrigerador y el goteo insistente del grifo componían la sinfonía de su fracaso. Llevaba horas sumergida en la muestra genética más valiosa del laboratorio, pero no había logrado nada.

—Me estoy volviendo loca… —murmuró, pasándose las manos por el rostro, a la vez que soltaba un gran suspiro.

Y cuando se levantó para continuar, la puerta de cristal siseó al abrirse.

—¡Scarlet, por el amor de Pasteur! ¿Todavía aquí? —exclamó Zhana, su mejor amiga, mirando su reloj como si fuera una bomba a punto de explotar—. ¡Son más de las 11! Y no solo eso, llevas más de tres noches sin dormir. ¿Estás intentando convertirte en estatua o qué?

Scarlet soltó un bufido, sin levantar la cabeza, para que su amiga no pudiera ver cuán sonrojada se encontraba.

—Estoy esperando a que el genoma me hable... pero parece que solo sabe susurrar cuando me duermo.

Zhana movió la cabeza de lado a lado, mientras chasqueaba la lengua.

—No deberías trabajar tantas horas extras. Morirás por el agotamiento.

—Amiga, sabes muy bien que solo puedo entrar a esta área cuando todos se hayan ido. Si lo hago antes, Leo podría tener problemas y sería despedido —respondió Scarlet sin levantar la vista del microscopio.

Zhana cruzó los brazos, molesta.

—Siempre Leo. Me enferma que tengas que hacer el trabajo que le corresponde a él. Si no puede con esto, que renuncie. Llevas cinco años cubriéndole la espalda, haciéndolo ascender mientras tú te quedas atrás. ¿Y qué te da a cambio? ¿Un "gracias" vacío?

Scarlet sonrió con dulzura resignada, quitándose los guantes. Se acercó a su amiga y le tomó las manos.

—Zhana... sabes que el éxito de Leo es también el mío. Estamos por casarnos. Falta solo una semana. Sé que no te agrada, pero trata de ver lo bueno en él.

—¿Lo bueno? —Zhana alzó una ceja, sardónica—. ¿Como hacerlo trabajar menos que tú mientras tú pagas TODO lo de la boda? Me cuesta, Scarlet, me cuesta mucho.

—Él está ahorrando para nuestra casa —murmuró.

—¿Y has visto ese supuesto ahorro? ¿O solo confías ciegamente?

Scarlet respiró profundo.

—Confío en mi prometido. Zhana, no todos los hombres son unos oportunistas.

Zhana puso los ojos en blanco y le dio un golpecito en la frente.

—Eres demasiado boba, amiga. Tu credulidad va a destrozarte. Al menos dime que sabes dónde está ahora mismo, porque su deber sería estar aquí contigo. Y tú... lo sabes, Scarlet, lo que estás haciendo es ilegal.

—Leo está terminando la pintura que me prometió. Es su forma de relajarse… su hobby.

—Ay, amiga ilusa —Zhana rió con sarcasmo—. Yo me voy. Esta noche pienso disfrutar de un hombre bestia que me haga olvidar este mundo podrido.

Scarlet torció el gesto, entre asco y resignación.

—No sé cómo puedes acostarte con esos salvajes…

—¡"Esos salvajes" son puro fuego! —Zhana se rió como una loca—. Un humano no les llega ni a los talones. Pero bueno… —chocó los labios antes de girarse hacia la puerta—. Qué lástima. Tú jamás sabrás lo que es el verdadero placer si sigues con esa idea anticuada de ser la mujer que guarda su virginidad para un solo hombre.

—¡Zhana, deja de burlarte! —gritó Scarlet, pero su amiga ya se alejaba por el pasillo, riéndose como una bruja en fiesta.

Entonces, el teléfono de Scarlet vibró con un mensaje entrante:

"Ven al club de eventos Dalí, estaré esperándote en el salón 5. Es importante"

El remitente era Claudia, una compañera del laboratorio que nunca le había dirigido la palabra; incluso la miraba por encima del hombro.

Scarlet frunció el ceño, y aunque quiso preguntar por qué debía ir, su duda la llevó a recoger sus notas de apuntes. Se echó el abrigo encima y salió a la calle para tomar un taxi.

Cuando llegó, notó que el club de eventos Dalí era de un lujo imposible de ignorar. Candelabros de cristal, alfombras gruesas.

 A Scarlet le costaba asimilar cómo Claudia, que ganaba lo mismo que ella, podía permitirse algo así. Pero apenas cruzó el umbral de las puertas dobles… su mundo se congeló.

Su corazón pareció caerle al suelo como una piedra.

Allí estaba Leo… Su Leo. Abrazado a Claudia.

Y no con la ternura fraternal de una amistad laboral. No. La sujetaba por la cintura como si fuera su mujer, la mujer que amaba. Sus cuerpos se mecían con la música, caramelizados en un baile íntimo que no dejaba lugar a dudas.

Scarlet sintió cómo le temblaban las manos. Las lágrimas le ardieron tras los párpados, calientes y traicioneras. Sus puños se cerraron y el aire se le volvió espeso, imposible de tragar.

—Él me dijo que estaría pintando… para mí. Que se quedaría en casa, pensando en nuestra boda.

No se movió. Se quedó allí, petrificada, observando como una estatua viva.

«Lo sabía… claro que lo sabía», se dijo en silencio, con un nudo en la garganta. «Me lo decía el cuerpo, los silencios, las evasivas. Pero elegí no mirar. Me traicioné yo misma»

Algo en su pecho le dolía desde hacía semanas, pero se había aferrado a la idea de que era solo el estrés, de que solo estaba así por los nervios por la boda.

Sin embargo, cada vez que Leo evitaba su mirada o no contestaba sus mensajes, ella elegía tragarse la duda, envolverla con la excusa. ("No seas paranoica, Scarlet. Él te ama.")

Pero en el fondo… algo en su instinto ya sabía.

Podía reconocer algunos rostros conocidos, en su mayoría, compañeros del laboratorio, amigos de Leo más que suyos. Y lo que más le dolía era que reían, ajenos a su presencia.

Hasta que la música cesó y Leo alzó su copa y pidió silencio.

—Quiero decirles algo… —anunció, con una sonrisa que a Scarlet se le clavó como un puñal—. Estoy comprometido, sí… pero mi corazón le pertenece a otra persona. Claudia es la mujer que realmente me gusta. Yo… adoro a esta mujer.

Y sin más, la besó largo y profundo. Un beso que Scarlet sintió como una traición pública y humillante.

Después, Leo hizo una señal a un camarero, quien se acercó con un cuadro envuelto en papel satinado.

Leo lo tomó con solemnidad y lo entregó a Claudia como si estuviera ofrendando su alma.

—Claudia… aunque no puedo ponerte un anillo en el dedo, quiero que tengas esta pintura. Es mi primera obra. Representa la forma más pura de nuestra relación. Que sea nuestro símbolo. Nuestro pacto.

Scarlet retrocedió un paso. Ese cuadro… ese cuadro era suyo. Lo había comprado hacía cinco años.

Leo había jurado que en él plasmaría su historia de amor con ella. 

Era el cuadro que Scarlet había soñado colgar en la sala del hogar que compartirían como esposos.

Dos lágrimas más se deslizaron por sus mejillas, y no pudo callar más.

—¿Cuánto tiempo lleva esto? —gritó con voz desgarrada.

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