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Capítulo 5 —Los lirios también significan duelo

Capítulo 5 —Los lirios también significan duelo

Narrador:

La mañana amaneció pesada, húmeda, con ese aire enrarecido que dejan las noches donde nadie duerme bien.

 Lucía bajó a desayunar y encontró a toda la casa en movimiento.

 Una de las empleadas traía compresas frías, otra buscaba medicamentos, y la voz de la madre de Leonardo sonaba desde el piso superior entre quejidos suaves y órdenes dadas a media voz.

—Migraña —explicó Leonardo, con gesto de fastidio —Le da cuando hay tormenta.

 Lucía asintió, aunque su mente estaba en otra parte.

 Apenas probó el café.

 Esa noche todavía la perseguía: el rechazo a Leonardo, el silencio que siguió, el temblor que no se le iba del cuerpo.

—¿Y la florería? —preguntó la madre desde arriba —No podemos dejar esperando al florista.

 —Yo no puedo ir —dijo Leonardo —tengo reunión con mi padre y los inversores.

Rodrigo, sentado al otro extremo de la mesa, levantó la vista del móvil.

 —Si Lucía necesita ayuda, puedo acompañarla —dijo, con un tono tan natural que heló el aire.

Lucía giró hacia él.

 —No es necesario, puedo ir sola.

 —Por supuesto que sí, ¡que gran idea, Rodrigo! —intervino Leonardo, despreocupado  —Así aprovechan para hablar y conocerce mejor ya que mamá no tuvo mejor idea que elegirte como padrino.

El corazón de Lucía dio un vuelco.

 Rodrigo se limitó a sonreír, tranquilo, como si la escena no escondiera nada.

 Pero ella lo sabía: todo lo escondía.

El coche esperaba en la entrada.

 Lucía subió al asiento del acompañante sin mirarlo. Rodrigo cerró su puerta con calma y arrancó sin decir palabra.

 El silencio llenó el espacio como un perfume denso.

 Las calles avanzaban lentas, bañadas por la luz blanca del mediodía.

Lucía fingió mirar por la ventana, pero era inútil. Lo sentía en cada respiración, en el sonido exacto de sus dedos al cambiar de marcha, en esa forma controlada de existir que parecía a punto de quebrarse.

—¿Cómo está tu suegra? —preguntó él, para romper el silencio.

 —Si no recuerdo mal, es tu madre.

—En este momento es más tu suegra que mi madre

—Como quieras, mejorará. Siempre mejora.

 —¿Y Leonardo?

 —Ya lo escuchaste, ocupado, como siempre.

 —Qué conveniente —dijo él, con una sonrisa breve.

Lucía lo miró, seria.

 —Rodrigo, no empieces.

 —No empecé —replicó —Ya estábamos en esto desde la noche de la gala.

Ella apartó la vista.

 —No deberías recordarlo.

 —Intento olvidarlo —dijo él —Pero tu perfume, no coopera.

El resto del trayecto fue una batalla muda.

La florería era un pequeño templo de colores y aromas.

 El aire olía a jazmín, a tierra húmeda y a hojas cortadas.

 El florista, un hombre amable y algo ansioso, los recibió con entusiasmo.

 —Señorita Bentancor, qué honor. Tenemos los arreglos listos para la revisión final.

Lucía asintió, agradecida por el tono profesional.

 Pero su atención estaba dividida.

 Rodrigo caminaba entre los pasillos, tocando los pétalos con una naturalidad peligrosa, como si todo lo que tocaba le respondiera.

—Estos son para la entrada de la iglesia —explicó el florista, mostrando un ramo de lilas y rosas blancas.

 —Son hermosos —dijo Lucía.

 —Demasiado obvios —intervino Rodrigo, probando el perfume de una flor entre los dedos —Dicen pureza, pero gritan miedo.

El florista sonrió, sin entender.

 —¿Prefiere algo más atrevido, señor?

 —No soy yo quien se casa —respondió él, mirando a Lucía —Pero quizá sería mejor algo con más… vida.

Lucía contuvo el aliento.

 —Los lirios blancos son perfectos —dijo con firmeza —Nada más.

 —Los lirios también significan duelo —comentó Rodrigo, sin apartar los ojos.

 —Entonces son perfectos —respondió ella, con voz baja.

El florista no captó la batalla subterránea que ocurría frente a él.

 Anotó algo en su libreta y se alejó unos metros a buscar otras muestras.

Lucía aprovechó el silencio.

 —¿Qué crees  que estás haciendo? —susurró.

 —Nada, solo doy mi opinión.

—Opinion que, por cierto, no recuerdo haberte solicitado. Así que deja de hacer lo que haces...

 —¿Qué cosa?

 —Provocarme.

 —No necesito hacerlo —dijo él —Te provocas sola.

Ella dio un paso hacia atrás.

 —Rodrigo, esto tiene que terminar.

 —¿Qué cosa? —preguntó, avanzando apenas —Lo que no empezó o lo que no podemos dejar?

Sus miradas se encontraron entre los ramos de flores.

 Por un instante, el aire se volvió espeso, casi tangible.

 Ella sintió que el perfume la ahogaba.

—No juegues conmigo —dijo, apenas audible.

 —No estoy jugando.

 —No sabes lo que estás haciendo.

 —Al contrario —susurró él —Por primera vez en mi vida, lo sé exactamente.

El florista regresó con un ramo de tulipanes, rompiendo el hechizo.

 —¿Qué les parece este contraste? Amarillos con un toque de lavanda.

 Lucía respiró profundo.

 —Perfecto —dijo, sin mirar.

 —¿Está segura? —preguntó el hombre.

 —Completamente.

Rodrigo sonrió, con esa media curva que parecía una provocación en sí misma.

 Pagó la cuenta antes de que Lucía pudiera sacar la tarjeta.

 —Considéralo mi regalo de bodas —dijo.

 —No tienes derecho.

 —No te pedí permiso.

El regreso fue un viaje sin palabras.

 El auto olía a flores frescas y tensión.

 Rodrigo conducía con una serenidad que era pura máscara.

 Lucía mantenía la vista fija al frente, los puños apretados sobre el regazo.

A mitad del camino, él habló sin mirarla:

 —Puedes casarte con él si quieres.

 Ella cerró los ojos.

 —Rodrigo…

 —Pero sabes perfectamente quién te hace temblar.

Lucía se giró hacia él, con el corazón desbocado.

 —Detén el auto.

 —¿Por qué?

 —Porque necesito bajar.

—Estamos cerca

—Si no te detienes, juro que me tiraré del coche en marcha

La miró, primero incrédulo, pero al ver la determinación en los ojos de Lucia, frenó junto al borde del camino, sin discutir más.

 Lucía abrió la puerta, aspiró el aire tibio y se obligó a recuperar el control.

 Rodrigo no se movió. Solo la observó, con ese silencio que dolía más que cualquier palabra.

—Esto no puede seguir —dijo ella.

 —Ya lo dijiste una vez —respondió él —Y mira dónde estamos.

Lucía lo miró, sin saber si quería gritar o llorar.

 Luego cerró la puerta y se recostó contra el asiento, sin hablar más.

 El resto del trayecto fue una guerra muda entre lo correcto y lo inevitable.

Y cuando el coche volvió a entrar por la reja de la mansión, ella supo que algo dentro de ella había cambiado para siempre.

 No había beso, ni caricia, ni palabra… pero el fuego ya estaba encendido.

Lucía pasó toda la tarde sin poder mirarse al espejo. El peso de la culpa era insoportable. Leonardo había sido amable, atento, y ella lo había rechazado. Lo había mirado con frialdad, sintiendo algo que no debía sentir. Por otro hombre , por su hermano.

Intentó convencerse de que era cansancio, estrés, cualquier cosa que no tuviera nombre. Pero la conciencia no se callaba. Cada pensamiento la mordía por dentro.

Al caer la tarde, decidió buscarlo. Quería pedirle disculpas, verlo, hacer que todo volviera a su lugar. Leonardo debía de estar en el despacho o en la biblioteca, revisando contratos.

Cruzó los pasillos con pasos rápidos. El sonido de sus tacones era lo único que rompía el silencio. No lo encontró. Preguntó a una empleada, y la respuesta fue simple:

  —El señor Leonardo salió hace un rato con su padre.

Lucía asintió, pero el vacío en el pecho se hizo más grande.

 Subió al piso de arriba, bajó otra vez, sin saber adónde ir.

 Hasta que oyó un ruido sordo, como una botella rodando. Venía del sótano. Bajó despacio. El aire estaba más frío, impregnado de madera húmeda y vino. 

La cava olía a madera vieja y a vino abierto; la luz era una albina pálida que caía en haces desde la lámpara central, dibujando siluetas en las botellas alineadas. Lucía bajó los escalones con pasos medidos, la cabeza envuelta en un vaho de angustia. Buscaba a Leonardo para pedirle perdón, para sostener su mano y explicarle que todo había sido un tropiezo del corazón, una mirada que no debió existir.

En el fondo, Rodri­go estaba sentado con la espalda apoyada en la silla, una copa a medio terminar entre los dedos. Al verla, no hizo ningún gesto de extrañeza. Simplemente la miró, y en esa mirada ella leyó la misma mezcla de calma y fuego que había tenído en el invernadero, la noche de la tormenta.

 

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