Mundo ficciónIniciar sesiónCapítulo 4 —Más… tranquilo.
Narrador:
El comedor de los Salvatierra tenía esa solemnidad de los lugares donde nunca pasa nada… y, sin embargo, todo podría pasar.
Las luces del candelabro se reflejaban en los cubiertos de plata, el cristal relucía como si no existiera el polvo, y el silencio pesaba más que cualquier palabra.Lucía entró del brazo de Leonardo. Vestía un tono azul que su futura suegra había elegido personalmente. Sonrió, saludó, agradeció, fingió tranquilidad. Pero cada paso se sentía como caminar sobre hielo fino.
Porque, al otro extremo de la mesa, estaba Rodrigo.Impecable. Tranquilo. Con esa presencia silenciosa que llenaba el aire incluso sin hablar.
Era imposible no mirarlo, e igual de imposible sostenerle la mirada.—Lucía, querida —dijo la madre de Leonardo con una dulzura calculada —siéntate junto a mí. Rodrigo, frente a tu hermano. Así podremos conversar todos.
Lucía obedeció. Su tono, sus gestos, todo era educación y medida. Pero cuando alzó la vista, Rodrigo ya la estaba observando. Esa mirada, demasiado directa, demasiado consciente, la atravesó. Ella bajó los ojos y fingió concentrarse en los cubiertos, aunque el pulso le latía en los oídos.Leonardo levantó la copa.
—Por el reencuentro —dijo, sonriente —por tener a mi hermano de regreso y por la mujer que amo y pronto será mi esposa. Rodrigo alzó la suya con elegancia. —Por los regresos —replicó —y por los comienzos que nunca imaginamos.Los vasos chocaron. El sonido fue breve, seco, y dejó un silencio más elocuente que cualquier brindis.
Durante la comida, todos hablaron de todo y de nada.
La madre comentaba flores, el padre repasaba viejas anécdotas, Leonardo explicaba un proyecto. Lucía asentía, respondía, sonreía lo justo. Pero sentía la mirada de Rodrigo moverse entre los espacios vacíos, notaba su respiración, su presencia, su calma peligrosa.—¿Y tú, Rodrigo? —preguntó su madre, forzando ligereza —¿Piensas quedarte mucho?
—El tiempo que haga falta, madre —contestó él, con tono neutro. —Tu padre y yo esperamos que no sea solo una visita —agregó la mujer, intentando sonar afectuosa. —Eso depende de muchas cosas —dijo él, sin apartar los ojos de Lucía.Leonardo se apresuró a intervenir:
—Rod siempre fue imprevisible. Pero me alegra verlo distinto. Más… tranquilo. —Tranquilo no —replicó Rodrigo, con una sonrisa leve—. Solo aprendí a elegir mejor mis batallas.El ambiente se volvió denso.
Lucía se llevó la copa a los labios, intentando no delatarse. Podía sentir cada palabra de él como un roce invisible.El padre cambió de tema.
—Lucía, cuéntanos cómo van los preparativos. —Todo marcha bien —respondió ella, amable, con la voz controlada —Falta poco, y cada detalle está casi listo. —Debe ser emocionante —añadió Rodrigo, con un matiz apenas irónico —No todo el mundo tiene tan claro lo que quiere.Lucía sostuvo la mirada, solo un instante.
—Supongo que la claridad llega cuando se confía en la persona correcta —dijo, sin temblar.El padre tosió para romper la tensión, y Leonardo le tomó la mano a su prometida, complacido con su respuesta.
Lucía sonrió. Rodrigo también. Dos sonrisas distintas: una de fachada, otra de fuego.Cuando sirvieron el postre, Rodrigo dejó la servilleta junto al plato.
—Necesito un poco de aire —anunció. Su madre suspiró, resignada. —Siempre igual, hijo. Nunca puedes quedarte quieto. —Es que algunos lugares asfixian, madre —respondió él con cortesía —Volveré enseguida.Se fue. Lucía lo siguió con los ojos hasta que desapareció por el pasillo.
El resto de la conversación le llegó como ruido de fondo. Minutos después, cuando Leonardo fue llamado por su padre al despacho, se levantó. —Voy a tomar un poco de aire también —dijo.El jardín seguía húmedo por la lluvia del día anterior.
Lucía caminó entre las sombras, sin saber si huía o si buscaba lo inevitable. Lo encontró junto a una columna, con la chaqueta abierta y una mirada que no dejaba lugar a dudas.—No deberías estar aquí —dijo él sin girarse.
—Tampoco tú —respondió ella. —La diferencia —replicó, mirándola ahora —es que yo nunca fingí que no quería estarlo.Lucía respiró hondo.
—No sé qué esperas de mí. —Nada —dijo él—. Pero no voy a disculparme por lo que pasó.El corazón de ella dio un salto.
—Fue un error. —Puede ser —aceptó Rodrigo, acercándose un poco —Pero hay errores que uno comete solo una vez… y pasa el resto de su vida deseando repetirlos.Ella retrocedió, aunque no lo suficiente.
—Esto no puede continuar. —Entonces dilo convencida —le susurró —Dilo mirándome a los ojos.Lucía alzó la vista, pero no logró pronunciar nada.
Rodrigo la observó en silencio, y esa falta de palabras bastó para entenderlo todo.—Lucía —dijo al fin —Lo que estás sintiendo no es culpa. Es miedo.
Ella cerró los ojos un instante. —Entonces tienes razón —susurró —Tengo miedo… de que vuelvas a besarme. —Tarde —respondió él, sin moverse —pues ya lo estas deseando, al igual que yo.Desde la ventana del comedor, Leonardo levantó la mirada, buscándola. Lucía no estaba. Y en el reflejo del cristal, vio a su madre observándolo con esa expresión que mezcla orgullo y advertencia. La tormenta, pensó, ya había pasado. No imaginaba que recién empezaba.
El pasillo estaba en penumbra.
Lucía caminó despacio, con la respiración contenida, como si cada paso dentro de aquella casa ajena pudiera delatar un pensamiento. La cena había terminado, los sirvientes se habían retirado, y la mansión dormía con esa calma que solo tienen los lugares donde el dinero compra silencio.Al entrar en su habitación, dejó que el aire escapara de golpe.
Se quitó los pendientes, soltó el cabello y se quedó mirando su reflejo en el espejo del tocador. Por fuera seguía siendo la prometida perfecta: impecable, compuesta, exactamente como se esperaba de ella. Por dentro, era otra. Sentía que el beso que no debía haber existido aún le marcaba los labios.Se sentó en el borde de la cama.
Las manos le temblaban un poco, aunque no de miedo. Pensó en Rodrigo. En su voz. En la forma en que la miraba sin pedir permiso. Y en cómo algo tan breve había sido suficiente para derrumbar todo lo que creía seguro.El ruido de la puerta la sobresaltó.
—¿Puedo pasar? —preguntó Leonardo, ya medio adentro, sin esperar respuesta. Lucía se levantó de inmediato. —Claro. ¿Ocurre algo? —Nada —dijo él, sonriendo —Solo quería verte. Ests días han sido un caos, pero me di cuenta de que casi no te tuve cerca.Se acercó y le acarició el rostro.
Lucía forzó una sonrisa. —Estoy cansada, Leo. —Lo sé —dijo, bajando la voz —Pero necesito esto.La besó sin darle tiempo a responder.
No fue un beso torpe ni violento. Fue un intento de afecto que no encontró eco. Lucía permaneció quieta, incapaz de fingir. Sintió la diferencia como un golpe: la suavidad metódica de Leonardo, tan correcta, tan limpia, tan distinta del fuego que aún ardía en su memoria.Cuando él profundizó el beso, ella se apartó.
—No, espera… —susurró. —¿Qué pasa? —preguntó, confundido. —No me siento bien. Fue un día largo. —Estás extraña —dijo él, con un tono que no buscaba herir, pero hería igual —te noto distante.Lucía bajó la mirada.
—No me sucede nada. —¿Entonces? —insistió, sujetándola por los hombros —Te he dado todo, Lucía. Solo quiero sentirte cerca.Ella trató de apartarse, pero él la abrazó más fuerte.
El gesto ya no era afecto: era necesidad. —Leonardo, por favor —murmuró —No quiero esto ahora. —Somos pareja, vamos a casarnos en pocos días —dijo él, con una mezcla de frustración y desconcierto —No tienes que poner esa cara, no te haría daño.El tono la estremeció.
—No es cuestión de daño —respondió —Es cuestión de respeto.Leonardo la miró fijamente, con un gesto que ella no le había visto nunca.
—¿Respeto? Te estoy pidiendo un poco de intimidad, no una guerra.Intentó besarla de nuevo, pero ella giró el rostro y lo empujó con las dos manos.
No fue un golpe fuerte, pero bastó para que él se quedara inmóvil. El silencio que siguió fue helado.Lucía respiró hondo.
—No quiero —dijo, clara. Leonardo parpadeó, sorprendido, como si no entendiera la frase. Luego se pasó una mano por el cabello y rió, incómodo. —Está bien… está bien. No voy a forzarte. Solo… me cuesta comprenderte últimamente. —Yo tampoco me entiendo —susurró ella.Él asintió, la miró un segundo más y salió sin decir nada. La puerta se cerró con un clic que sonó a distancia.
Lucía se dejó caer sobre la cama. El corazón le latía con fuerza. Tenía las manos frías, la garganta seca y la mente llena de imágenes que no debía tener: la mirada de Rodrigo, la voz baja diciendo su nombre, la sensación de algo que no era miedo ni deseo, sino las dos cosas a la vez.
Se levantó y fue hasta la ventana. La noche seguía húmeda, con un olor a tormenta que no terminaba de irse. Allá afuera, entre las sombras del jardín, creyó ver una figura. Quizás fue el viento. O quizás no.
—¿Qué me está pasando? —susurró.
El reflejo en el cristal no respondió, pero la respuesta ya estaba dentro de ella. Por primera vez en su vida, Lucía Bentancor supo con certeza que nada volvería a ser igual.







