El silencio en el ático era diferente. No era la tensión cargada de deseos reprimidos o de palabras no dichas, sino el sonido del agotamiento que sigue a una batalla campal librada en los frentes interno y externo. Olivia, sentada en el sofá con las piernas recogidas bajo sí, miraba la ciudad a través del ventanal sin realmente verla. En su mente, se repetía como un mantra la escena del piso piloto: la decepción gélida en los ojos de Eleanor, la palidez furiosa de Walsh, el polvo de construcción que se le había metido en la garganta como un recordatorio áspero de la realidad de su lucha.
Alexander emergió de su estudio. No llevaba chaqueta, y las mangas de su camisa blanca estaban enrolladas hasta los codos, revelando los tensos músculos de sus antebrazos. En su mano sostenía dos copas de brandy. Sin mediar palabra, le tendió una a Olivia. Ella la aceptó, sus dedos rozando los de él por un instante. Un contacto breve, profesional, pero que sin embargo envió un escalofrío por su brazo.