La madrugada envolvía el ático en un silencio profundo, solo roto por el leve zumbido del sistema de climatización. Alexander había desaparecido en su estudio horas antes, la puerta cerrada con firmeza, sumergiéndose en los archivos de su padre con la obsesión metódica que lo caracterizaba. Olivia, incapaz de dormir, recorría la espaciosa sala de estar, sintiendo el peso de la fotografía escondida como si fuera una entidad palpable en la habitación. Cada vez que pasaba frente al estudio, veía la franja de luz bajo la puerta y sentía una punzada de exclusión. Ella era su aliada, su cómplice en este secreto, y sin embargo, él trazaba líneas claras: algunas batallas serían libradas en solitario.
El primer mensaje llegó justo cuando el sol comenzaba a teñir el horizonte de tonos anaranjados. Su teléfono personal, un dispositivo que solo unas pocas personas tenían, vibró sobre la mesa de mármol. Un número desconocido. Con precaución, deslizó la pantalla.
«Sebastian Vance. Espero no desperta