La luz de la mañana se filtraba por los ventanales del ático, demasiado alegre para la sombría expectativa que se cernía sobre ellos. Olivia había pasado una noche inquieta, dando vueltas en la cama, repasando cada posible escenario de la cena con Charles y Eleanor. No era solo un evento social; era una incursión en territorio enemigo, y cada detalle, desde la puntualidad hasta el color de su vestido, sería analizado y utilizado en su contra.
A media mañana, llegó Camille, la estilista personal de la alta sociedad neoyorquina, una mujer de edad indefinida, pelo corto y teñido de platino, y una mirada que podía desarmar un atuendo con la precisión de un cirujano. Traía consigo un pequeño ejército de asistentes y una selección de vestidos que colgaban de fundas de algodón como fantasmas de seda y encaje.
—Señora Vance —saludó Camille con una inclinación de cabeza que era a la vez respetuosa y evaluadora—. He oído cosas interesantes. La junta de ayer dio mucho de qué hablar. Para esta no