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Léa
La noche había caído sin que me diera cuenta.
Me quedé afuera mucho tiempo, después de la partida de Clara.
Sentada en ese banco, con las manos en los bolsillos, la mirada perdida entre las ramas desnudas de un árbol y las ventanas iluminadas de los apartamentos.
No sabía aún qué hacer con este momento.
Lo que representaba.
Esta paz silenciosa que ella me había ofrecido. Este renunciamiento sin violencia.
Como un regalo involuntario.
O una despedida muda.
Regresé lentamente. Las piernas pesadas, el corazón en apnea.
El apartamento había permanecido tal como lo había dejado: vacío, tibio, inmóvil.
Y esta vez, no era solo el silencio…
Era la ausencia.
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Me deslicé en la cama sin encender la luz.
Quería permanecer en la sombra, donde mis pensamientos pudieran flotar sin ser juzgados.
Creo que fue allí donde lloré.
No ruidosamente. No como en las películas.
Sino esas lágrimas mudas, largas, cálidas, que caen sin siquiera sacudir los hombros.
Aquellas que lavan lo que ya no se pu