Léa
La mañana cayó sobre la casa como un velo de seda.
Me desperté antes que él.
O más bien: dejé que la luz me despertara.
Entraba a raudales, suave y dorada, como si supiera que era nuestra primera mañana aquí. Que no había que apresurar nada. No forzar nada.
Todo estaba aún en suspenso.
Cajas apoyadas contra las paredes, ropa sin lugar, objetos silenciosos en las estanterías vacías.
Pero en la cama, esa mañana, estábamos nosotros.
Me quedé acostada un momento, escuchándolo respirar detrás de mí.
Su pecho rozaba mi espalda.
Su brazo, cruzado sobre mis caderas, me mantenía ahí, anclada.
No era un abrazo posesivo.
Más bien un hilo invisible.
Un apego mudo.
Tenía ganas de moverme, de darme la vuelta. De mirarlo dormir.
Y luego no.
Solo quería estar allí, en esa lentitud nueva.
En ese casi nada.
Había una paz en esa cama que habíamos movido la noche anterior, a prisa, en medio de risas cansadas y sábanas arrugadas.
Y luego, sus dedos se movieron.
Un deslizamiento. Ligero. Inconsciente,