Clara
La mañana es gris. Una de esas mañanas en las que incluso la luz parece dudar en atravesar las cortinas. Una mañana suspendida, donde cada segundo pesa, lento y pesado. El tipo de mañana que parece estar ahí para recordarnos que algo se está deslizando, suavemente, pero con seguridad.
Me he despertado sola.
La sábana arrugada a mi lado estaba fría, la almohada intacta. No ha venido. O si ha venido, se ha ido antes de que me diera cuenta. Un hueco apenas marcado en la memoria del colchón, como si nunca hubiera estado allí. Como si se alejara un poco más cada noche.
Permanezco acostada durante mucho tiempo, con los ojos abiertos. Escuchando. El silencio. El susurro del viento. Un contraventana que golpea suavemente en algún lugar. El reloj de la sala que marca, incansable. Y esa ausencia… viva. Eso es lo peor. El silencio ya no está vacío, está habitado. Por lo que no decimos. Por lo que ya no nos atrevemos a decir.
Finalmente me levanto. El suelo está frío bajo mis pies descalzos