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Capítulo 47: Solo frente a lo invisible

Maxime

Salgo del apartamento de Léa con piernas pesadas, como si cada paso me alejara más de ella, pero también un poco más cerca de mí mismo. No es una ruptura, no es una victoria. Es un entreacto, un espacio suspendido entre el pasado que llevo y el futuro que aspiro a construir. Ella me ha dejado una oportunidad. Quizás no la que esperaba, pero una oportunidad al fin.

Las calles se extienden ante mí, desiertas, frías. La noche ha caído, y me encuentro caminando sin rumbo, simplemente porque la idea de regresar a casa me aterra. Este silencio es pesado, opresivo. Mi cabeza aún zumbando con las palabras de Léa, sus dudas y su reticencia. Tiene razón al ser cautelosa. Aún no sabe si puede confiar en mí. Yo mismo no estoy seguro de poder convencerla de que este cambio es real.

Tomo una esquina sin pensar, dejándome guiar por el flujo de mis pensamientos. Una brisa helada me golpea la cara, sacándome de mis reflexiones. Finalmente llego a la puerta de mi apartamento, pero la idea de encerrarme en este lugar que, durante demasiado tiempo, ha sido el símbolo de mi vacío me repugna. Así que no entro. Me siento en el porche, con las manos en los bolsillos, buscando un atisbo de consuelo en lo desconocido.

Estoy solo. Completamente solo. Un silencio ensordecedor llena el espacio a mi alrededor. Lejos de casa de Léa, lejos de la confrontación, hay esa extraña sensación de un vacío aún más grande. Mi corazón, sin embargo, ya no es tan pesado. Hay una pequeña llama, ese hilo frágil de esperanza, que se niega a morir.

No importa cuántas veces me he perdido en esta carrera frenética para escapar de todo lo que he construido, no importa cuántas veces he roto lo que era importante, hay algo en mí que se niega a rendirse. Y aunque sea solo por un instante, todavía creo que existe la posibilidad de avanzar.

Cierro los ojos, dejándome invadir por el frío. Y, por primera vez en mucho tiempo, dejo que un pensamiento me atraviese, simple e indiscutido: no quiero seguir huyendo.

Finalmente cruzo la puerta de mi apartamento, con las manos aún heladas por la brisa nocturna. El silencio que me recibe es pesado, casi palpable, como un eco de las decisiones que he tomado en los últimos días. La mirada que me lanzo a las habitaciones vacías me da la sensación de una bofetada, un recordatorio brutal del hombre que he sido y del que pretendo ser hoy. He pasado demasiado tiempo huyendo. Demasiado tiempo persiguiendo sombras.

Dejo caer mi chaqueta sobre el sofá, me dirijo a la cocina y lleno un vaso de agua, con la mirada perdida. El estruendo del vaso rompiéndose en el suelo me despierta de mi letargo. Cierro los ojos un momento, me obligo a respirar profundamente. Ya no se trata de huir, me repito. No tengo derecho a huir.

Me obligo a tomar un baño, a deshacerme de este sudor de incertidumbre, de esta piel que aún lleva las marcas de mis mentiras. Cuando salgo, me siento... ligeramente más ligero. No mucho, pero suficiente para enfrentar lo que debo hacer mañana.

La mañana llega sin brillo, como si el mundo mismo no supiera cómo reaccionar a mi regreso. Me preparo como un autómata, vistiéndome con una camisa, un pantalón, la corbata que se espera de mí. No necesito mirarme en el espejo, sé que la apariencia es lo que los demás ven. Y hoy, soy lo que ellos deben ver: el líder, el que no tiembla, el que lleva la responsabilidad.

Salgo en dirección a la oficina. El trayecto se me hace interminable, cada minuto en este coche me devuelve a esa sensación de vacío que nunca me ha dejado, incluso cuando vivía en el torbellino de la acción. Pero hoy, ese vacío ha cambiado de forma. Ya no es huida, ya no es miedo. Es posibilidad. La posibilidad de reparar, de reconstruir.

Al llegar a la sede de la empresa, empujo las puertas, y, como cada vez, el olor del cuero y de la madera pulida me golpea en la cara. Es un lugar donde el poder y la autoridad son palpables, y me deslizo en este papel como una segunda piel, aunque esta piel me pesa.

En el vestíbulo, las miradas se vuelven hacia mí. Reconozco algunos rostros familiares, colaboradores de larga data, que, como yo, siempre han jugado este juego de apariencias. Pero hoy, me siento diferente. Menos seguro de mí, menos implacable, pero más auténtico.

— Maxime, dice una voz familiar. Olivier, mi mano derecha, se acerca a mí, con una sonrisa casi avergonzada en los labios. El tipo de sonrisa que tienes cuando tienes una relación de poder con alguien, pero ya no sabes si debes jugar con eso o no.

— Te estamos esperando para la reunión, continúa, como para devolverme a la realidad. ¿Estás listo?

Asiento con la cabeza. Una vez más, pongo esa fachada de líder. Una vez más, tomo las riendas de la empresa. Pero hoy, hay una diferencia. Ya no se trata de poder, de conquista. Se trata de reconstrucción. Estoy aquí para hacer lo que debo hacer, para recuperar el control de lo que he dejado caer.

La reunión comienza. Las cifras, los objetivos, las estrategias, todo está allí, enunciado fríamente, metódicamente. Pero no presto mucha atención. Mis pensamientos se desvían. Léa. Su mirada. Sus dudas. No puedo evitar preguntarme si, en algún lugar, ella espera algo de mí. Una prueba, un gesto. Quizás solo el tiempo pueda borrar el pasado.

Los minutos pasan, y sigo conduciendo la reunión con mano de hierro, pero con la mente en otro lugar. Y cuando, por fin, me levanto para concluir, un sentimiento extraño me invade: el de comenzar a reconstruir otro futuro, uno en el que estoy listo para enfrentar lo que me espera, sin más huir.

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