Cuando salí del palacio de Icazar, ya no tenía ninguna duda, Isabel de Icazar era la mujer destinada para mí, lo supe en cuanto vi mi rostro reflejarse en sus ojos y mi piel rozó la suya por un instante haciéndome perder el equilibrio, una deliciosa corriente eléctrica recorrió mi cuerpo y mi corazón comenzó a palpitar en una forma extraña, como nunca lo había hecho. Los astros estaban de mi lado, su padre me había invitado a su baile de cumpleaños e incluso me había considerado como un posible pretendiente para su hija.
Afortunadamente tenía el pretexto perfecto para visitar su casa al día siguiente, tan solo la había visto una vez y ya se había convertido en mi mayor necesidad.
Solo en la casona que tenía en el pueblo, comencé a reflexionar sobre mi larga vida, aun cuando mi apariencia física era de un hombre de unos veinticinco o veintiséis años, cuando mucho, en realidad tenía casi ciento cincuenta años, y mis siete esposas muertas en circunstancias aterradoras pasaron una a una frente a mis ojos, hasta llegar a Lucrecia mi última esposa, en ese momento recordé la maldición que había lanzado sobre mí, ella estaba muerta, había sido ejecutada por la inquisición hacía ya, diecisiete años, pero nadie mejor que yo sabía que era posible regresar de la muerte y que había muchas formas de salir del infierno.
Por supuesto que temí por Isabel, esa criatura tan hermosa y frágil que aún conservaba una muñeca en su cama prueba de su inocencia, tenía que cuidarla, no podía permitir que nadie le hiciera daño, no podría soportarlo, inexplicablemente ya era para mí, la vida entera.
Estaba sumido en mis pensamientos, cuando unos fuertes golpes a la puerta me sacaron de mi reflexión, se trataba de uno de los sirvientes de la familia De Lara, otra de las familias importantes de la ciudad, aunque no tanto como los De Icazar; la esposa del Regidor había corrido el rumor de que Maximiliano de Castilla era médico así que iban a pedirme que por favor fuera a revisar a Doña Hipólita de Lara que hacía días que se encontraba en cama víctima de una extraña enfermedad y el médico del pueblo no lograba saber cuál era el mal que la tenía en ese estado.
Decidí ayudar, aunque debía ser muy cauteloso, mis conocimientos eran en medicina tradicional que implicaba plantas medicinales, y ciertas prácticas poco usuales para los blancos que podían confundirse con actos de brujería, así que no podía cometer ningún error que pudiera poner en peligro mi verdadera identidad.
Tomé algunas infusiones que había preparado para llevar a la comunidad, para aliviar malestares comunes, todo envasado en pequeños recipientes como los que utilizaban los médicos blancos y me dirigí hacia el palacio de Lara, una hermosa construcción a sólo una calle a espaldas de la catedral.
La esposa del Regidor, ya me esperaba acompañada de don Francisco de Lara y su joven hija, uno o dos años mayor que Isabel quien en cuanto me vio, se puso colorada y no paraba de mirarme con curiosidad.
— ¡Don Maximiliano, gracias por venir! — Exclamó la esposa del Regidor — Se trata de Doña Hipólita que está muy grave, el médico del pueblo la ha desahuciado, él dice que pronto va a morir porque ya nada se puede hacer por ella, ha dicho que debemos traer al sacerdote para que le dé la extremaunción.
— ¡Por favor Don Maximiliano! — Suplicó don Francisco — Me niego a dejar morir a mi esposa sin hacer un último intento, tal vez el médico del pueblo es demasiado anciano y ya no conoce lo métodos de la medicina moderna que seguramente usted todavía tiene frescos en la mente.
— Voy a revisarla Don Francisco — No pude negarme ante la súplica de aquél hombre que temía perder a su compañera, la madre de su hija, yo mejor que nadie, sabía la angustia de sentir que una esposa se moría y no poder hacer nada por ella.
Cuando entré en la habitación, un escalofrío recorrió mi cuerpo, la pálida mujer yacía en su lecho totalmente blanca, como si algo le hubiera absorbido hasta la última gota de sangre, su piel y sus labios estaba totalmente secos.
Estos síntomas yo ya los había visto antes, en alguna de mis esposas, en ese momento no sabía de qué se trataba, pero después de cien años había podido estudiar los escritos antiguos sobre el ocultismo y demás secretos que guardaban mis ancestros sobre los brujos y su abominable costumbre de beber sangre humana y consumir las entrañas de sus víctimas.