Rebeca y Trevor hicieron el amor en un hotelucho escondido en un barrio distante de la comandancia, muy discreto y reservado, porque no querían dar alas a nadie. Al fin y al cabo la pasión de ellos, les pertenecía y no querían compartir sus emociones con nadie. Lo único que querían era detener el tiempo y entregarse al amor como fieras hambrientas.
Trevor disfrutó de los encantos infinitos, idílicos y deíficos de Rebeca, de sus pechos flotando como grandes globos, palpitando al mismo compás de su corazón acelerad. Los estrujó y los besó con encono mientras ella lamía embelesada los músculos de él, sus bíceps, su pecho y todo lo que podía alcanzar porque aquel hombre era un gran derroche de sensualidad y virilidad y que la hacía, literalmente, delirar a ella, sumida casi en la inconsciencia, en pleno viaje sideral junto a las estrellas.
Trevor gozaba de la piel suave y lozana de rebeca, recorriendo con afán sus muslos, sus caderas, sus posaderas inmensas, deleitándose con