Bajo las luces entrelazadas, Adrián y Lucía entraron triunfantes, tomados del brazo, luciendo como una envidiable pareja perfecta.
Nadie notó en ese momento que la novia no era yo, ni se molestaron en preguntar por mi paradero.
Todos los invitados parecían dar por sentado que Lucía era la verdadera prometida de Adrián.
Pero pronto, mi madre se percató de que algo andaba mal. Entre los murmullos de la multitud, se acercó corriendo e interrogó en voz alta a Adrián:
—¿Dónde está Camila? ¿Qué hace esta mujer aquí?
Todas las miradas se clavaron en ella de inmediato.
Lucía, fingiendo preocupación, le tomó la mano y respondió con tono suave:
—Fue Camila quien no quiso asistir a la boda, así que no puedes culpar a Adrián.
Pero mi madre no le creyó ni una sola palabra y apartó su mano con firmeza.
—Después de todas las trampas que le tendiste a mi hija, su desaparición solo puede ser una conspiración tuya. Dime, ¿dónde la escondiste? —exigió, desesperada, con los ojos enrojecidos por la angustia.
Al presenciar la caótica escena, los invitados comenzaron a cuchichear:
—¡Dios mío! ¿Así que ella no es la prometida de Adrián? ¿Entonces qué hace aquí?
—¿Acaso es una amante que quiere destruir un matrimonio?
Al escuchar los comentarios, fingió Lucía estar al borde del llanto otra vez, y, con fingida timidez, tomó la mano de Adrián y, con falsa resignación, dijo:
—Todo es mi culpa. Por mi causa estás pasando esta vergüenza.
Su petulancia, disfrazada de fragilidad, siempre lograba conmoverlo, por lo que él sonrió para consolarla, y luego le lanzó a mi madre una mirada llena de desprecio, antes de decir con frialdad:
—¿Todavía tienes el descaro de mencionar a tu hija después de las bajezas que cometió?
Ante la ferocidad de su mirada, mi madre se quedó paralizada, mientras Adrián conducía a Lucía hacia el escenario, tomaba el micrófono y anunciaba con frialdad:
—Mi novia original, Camila, me traicionó y, avergonzada, decidió retirarse. Por eso, hoy me casaré con la señorita Lucía.
Al oír esto, los invitados asombrados cambiaron de bando al instante y comenzaron a condenarme:
—¡Qué vergüenza! ¡Camila resultó ser una cualquiera!
Solo mi madre seguía defendiéndome entre lágrimas:
—¡Eso no es cierto! ¡Camila no es así! ¡Ella siempre amó a Adrián! ¡Él fue quien la traicionó! —exclamó, desesperada, entre sollozos. Pero nadie le creyó.
En cambio, la insultaron de forma mezquina.
De pronto, se llevó las manos al pecho, palideció y cayó pesadamente al suelo.
Al ver esta confusa escena, se me rompió el corazón. Intenté con todas mis fuerzas correr hacia ella para sostenerla, pero me di cuenta de que no podía tocarla.
—¡Mamá! ¡Despierta! ¡Soy Camila! —le supliqué, antes de volverme hacia los invitados—. ¡Ayúdenla! ¡Por favor, llamen a una ambulancia!
Me arrodillé desconsolada junto a ella desesperada y pedí ayuda a gritos, pero nadie me escuchaba. Nadie me veía.
Me volteé hacia Adrián con los ojos suplicantes, pero él se marchó resueltamente con Lucía en brazos.
Decepcionada, me desplomé sobre el cuerpo de mi madre, viendo cómo su corazón se detenía poco a poco.
El dolor me retorcía el alma.
—¡Todo esto fue mi culpa! No debí ignorar tus advertencias… No debí aferrarme a ese maldito hombre… ¡Por favor, perdóname! ¡Despierta!
Sin embargo, ella no me contestaría nunca más.
Temblando, alargué una mano para acariciar sus pálidas mejillas, pero no pude tocarla.
Mientras tanto, los invitados seguían disfrutando animadamente de la fiesta como si nada hubiera pasado. Y yo me preguntaba cómo podían ser tan indiferentes.
No fue sino hasta que llegó un camarero del hotel con ayuda cuando se llevaron su cuerpo.
Intenté seguirla, pero una fuerza invisible me ataba al lugar, impidiéndome salir.
«¿Acaso el castigo de amar a un miserable no fue suficiente? ¿Por qué arrastraste a mi madre a todo esto? ¿Incluso muerta debo quedarme atada a Adrián?»
Mientras yo me hundía en la desesperación, Adrián llevó a Lucía a nuestra nueva residencia, donde yo había decorado todo para la boda, un trabajo que me costó incontables horas de esfuerzo.
Pero ahora, todo eso acentuaba mi estupidez y mi ingenuidad.
Justo cuando Lucía, sonrojada, se alzaba en puntillas para besar a Adrián, el asistente irrumpió, gritando a todo pulmón:
—Señor Mendoza, ¿qué hacemos con el cadáver de Camila?
Adrián hizo una pausa, pero pronto respondió con su habitual tono de fastidio:
—¡Ya basta! ¡Veré con mis propios ojos si de verdad está muerta!
Y, cuando abrió la puerta del sótano, un hedor a putrefacción inundó el aire por completo.