Me costaba entender cómo nuestra relación había llegado hasta este extremo.
En mi infancia, mamá y yo vivíamos en un sótano.
Eran nuestros días más difíciles: no podía permitirme ir a la escuela, así que trepaba furtivamente al árbol frente al muro del colegio para espiar desde allí las clases.
Un día, caí de las ramas llorando acurrucada.
Un niño de mi edad me ofreció cariñoso un caramelo de leche envuelto en celofán.
—Deja de llorar, toma esto —dijo mientras extendía la mano.
Alcé la vista entre sollozos, atraída por el dulce brillante.
Me calmé mientras saboreaba el delicioso caramelo.
Él permaneció sentado conmigo largo rato, contándome historias que jamás había escuchado.
Más tarde, me acompañó a casa tomándome de la mano.
No sabía su nombre entonces, solo recordaba la placa en su uniforme.
Años después, supe que se llamaba “Adrián Mendoza”.
Este bello recuerdo imborrable para mí, quizás nunca valió la pena ser recordado por él.
Adrián se quedó petrificado por much